martes, 5 de junio de 2018

174.- INHABITACIÓN MUTUA



174.- 
La eucaristía es, en realidad, una medicina homeopática por medio de la cual comemos y bebemos nuestra propia muerte por adelantado, en amorosa unión con la muerte de Cristo, en vez de exigir siempre que mueran los demás. Nos integramos por anticipado en el misterio de la muerte y, al igual que Jesús, confiamos en lo que hay al otro lado, que es la resurrección. "Siempre que coméis de este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor" (1Cor 11,27)... ¡y la nuestra también, que deseamos que acontezca del mismo modo!
Recuerda: las curas homeopáticas incluyen siempre una pequeña dosis de la enfermedad, Cada vez que comemos y bebemos, asentimos a morir con Cristo, en Cristo, para Cristo y por Cristo ¡La ingesta de pan le dice a nuestro cuerpo que en lo sucesivo nuestra vida no nos pertenece ya, que "mi vida no me tiene a mí como centro"! Si no dispusiésemos de un misterio encarnacional como es la eucaristía, deberíamos inventar algo parecido.
La tradición siempre ha insistido en que la comida eucarística es también un sacrificio (un desasirse) y un "memorial" o acto de solidaridad con el desasimiento de Jesús, con vistas a que podamos subirnos, por así decir, a su carro (cf. 1Cor 11,23-27). Así, podemos confiar junto con él en el desenlace, porque nosotros solos somos incapaces de tal confianza y descanso. Por desgracia, eso lo hemos convertido en un sacrificio heroico de Jesús, por el que debemos estarle agradecidos, en vez de una invitación a hacer lo mismo: "por Cristo, con él y en él" como adecuadamente concluye la plegaria eucarística (¡saborea estas tres preposiciones!).
Cada confesión cristiana y cada siglo han adornado el sencillo rito de Jesús (recuerda: él rompió con su tradición de la Pascua, transformando en parte el sentido de ésta y creando su propio rito) para sus propios propósitos. Lo hemos rodeado de velas, paramentos, música polifónica, incienso y elaboradas palabras; hemos construido incluso enormes catedrales en las que celebrar este misterio. Pero todavía hay gente que no entiende la mímica fundamental de lo que hemos de hacer. Nuestro mundo se ha convertido en un mundo platónico de ideas celestiales que poco tiene que ver con la simple corporeización y continua proclamación de la encarnación y la transformación en el ahora.
¡Siempre ha sido más fácil "convencer" al pan y al vino de su verdadera identidad que convencer de ella a los seres humanos! Hemos pasado buena parte de nuestra historia discutiendo sobre la posibilidad misma del hecho, sobre cómo acontece, sobre quién podía llevarlo a cabo y quién no (la "transubstanciación" del pan y el vino), en vez de aprender sencillamente a ‘estar presentes’ nosotros mismos ("contemplación"). Lo hemos convertido en una suerte de magia en la que hay que creer en lugar de vivirlo como transformación de nuestra propia persona.
En la contemplación no se discute sobre la presencia real. Las personas que son capaces de estar presentes sin más sabrán cuánto hay de verdad en hablar de presencia, unión e incluso éxtasis, y ni se les ocurriría pensar en negar la disponibilidad de Dios en el mundo material. Saben que la eucaristía es una afirmación destilada y focalizada sobre la encarnación objetiva. Es la continuación de la encarnación en el espacio y el tiempo para dar a conocer a la creación algo en lo que esta tiene miedo a creer: "Queridos, ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando aparezca, seremos semejantes a él" (1Jn 3,2).
Me parece evidente que Dios llama a casa junto a sí a todos y a todo, no se limita a escoger y elegir a unos cuantos. De hecho, los elegidos lo son sólo en función del conjunto o, como lo formula Pablo, "si la primicia está consagrada, también lo está toda la masa" (Rom 11,16ss).

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