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La eucaristía es, en realidad, una medicina
homeopática por medio de la cual comemos y bebemos nuestra propia muerte por
adelantado, en amorosa unión con la muerte de Cristo, en vez de exigir siempre
que mueran los demás. Nos integramos por anticipado en el misterio de la muerte
y, al igual que Jesús, confiamos en lo que hay al otro lado, que es la
resurrección. "Siempre que coméis de este pan y bebéis esta copa,
anunciáis la muerte del Señor" (1Cor 11,27)... ¡y la nuestra también, que
deseamos que acontezca del mismo modo!
Recuerda:
las curas homeopáticas incluyen siempre una pequeña dosis de la enfermedad,
Cada vez que comemos y bebemos, asentimos a morir con Cristo, en Cristo, para
Cristo y por Cristo ¡La ingesta de pan le dice a nuestro cuerpo que en lo sucesivo nuestra
vida no nos pertenece ya, que "mi vida no me tiene a mí como centro"!
Si no dispusiésemos de un misterio encarnacional como es la eucaristía,
deberíamos inventar algo parecido.
La tradición siempre ha insistido en que
la comida eucarística es también un sacrificio (un desasirse) y un
"memorial" o acto de solidaridad con el desasimiento de Jesús, con
vistas a que podamos subirnos, por así decir, a su carro (cf. 1Cor 11,23-27).
Así, podemos confiar junto con él en el desenlace, porque nosotros solos somos
incapaces de tal confianza y descanso. Por desgracia, eso lo hemos convertido
en un sacrificio heroico de Jesús, por el que debemos estarle agradecidos, en
vez de una invitación a hacer lo mismo: "por Cristo, con él y en él"
como adecuadamente concluye la plegaria eucarística (¡saborea estas tres
preposiciones!).
Cada confesión cristiana y cada siglo han
adornado el sencillo rito de Jesús (recuerda: él rompió con su tradición de la
Pascua, transformando en parte el sentido de ésta y creando su propio rito)
para sus propios propósitos. Lo hemos rodeado de velas, paramentos, música
polifónica, incienso y elaboradas palabras; hemos construido incluso enormes
catedrales en las que celebrar este misterio. Pero todavía hay gente que no
entiende la mímica fundamental de lo que hemos de hacer. Nuestro mundo se ha
convertido en un mundo platónico de ideas celestiales que poco tiene que ver
con la simple corporeización y continua proclamación de la encarnación y la
transformación en el ahora.
¡Siempre ha sido más fácil
"convencer" al pan y al vino de su verdadera identidad que convencer
de ella a los seres humanos! Hemos pasado buena parte
de nuestra historia discutiendo sobre la posibilidad misma del hecho, sobre
cómo acontece, sobre quién podía llevarlo a cabo y quién no (la
"transubstanciación" del pan y el vino), en vez de aprender
sencillamente a ‘estar presentes’ nosotros
mismos ("contemplación"). Lo hemos convertido en una suerte
de magia en la que hay que creer en lugar de vivirlo como transformación de
nuestra propia persona.
En la contemplación no se discute
sobre la presencia real. Las personas que son
capaces de estar presentes sin más sabrán cuánto hay de verdad en hablar de
presencia, unión e incluso éxtasis, y ni se les ocurriría pensar en negar la
disponibilidad de Dios en el mundo material. Saben que la eucaristía es una
afirmación destilada y focalizada sobre la encarnación objetiva. Es la
continuación de la encarnación en el espacio y el tiempo para dar a conocer a
la creación algo en lo que esta tiene miedo a creer: "Queridos, ya somos hijos de
Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando
aparezca, seremos semejantes a él" (1Jn 3,2).
Me parece evidente que Dios llama a casa
junto a sí a todos y a todo, no se limita a escoger y elegir a unos cuantos. De
hecho, los elegidos lo son sólo en función del conjunto o, como lo formula
Pablo, "si la primicia está consagrada, también lo está toda la
masa" (Rom 11,16ss).
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