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¿En qué consiste nuestra caída?
Pasemos ahora al capítulo tercero del
Génesis y examinemos la "caída" en sí misma. La caída no es
sencillamente algo que en un momento histórico les sucede a Adán y Eva. Es algo
que acontece en todos los momentos y en todas las vidas. Debe sucedernos y nos sucederá
a todos nosotros. De hecho, como dice la mística inglesa Juliana de Norwich,
"primero se produce la caída y luego nos recobramos de ella, y ambos
hechos son manifestación de la misericordia divina". Al caer, aprendemos
casi todo lo que importa espiritualmente. Como parecen decir muchas de las
parábolas, por ejemplo, todas las de Lc 15, para poder encontrar algo y
celebrar debidamente el hallazgo, primero tiene uno que haberlo perdido (o
saber que carece de ello).
La Biblia nos presenta relatos de una
suerte de "pequeño teatro", a fin de prepararnos para el "gran
teatro", enseñándonos, en efecto, que no acontece solo aquí, sino por
doquier; no se trata únicamente de este varón o esta mujer, sino de todo varón
y toda mujer. Durante demasiado tiempo ha sido habitual para los cristianos,
por ejemplo, leer la Biblia con suficiencia, observando a menudo: "Ese era
el problema con la religión judía en aquel entonces".
Así eludimos astutamente reconocer que
justo ese mismo problema se deja sentir también en la actualidad; y además, en
nuestra propia confesión. Si el texto está de verdad inspirado, revelará sin
falta "los patrones siempre verdaderos", incluso -y muy
especialmente- aquí y ahora, en mí, y no solo en aquel entonces.
En el Génesis, el Maligno, representado en
forma de serpiente, alimenta el recelo de Eva. Ello desencadena un
distanciamiento mutuo entre Eva, Adán y Dios, como hace la prevención en todas
las relaciones. Alguien nos dice algo malo sobre una tercera persona, y eso
dispara nuestra mente, que comienza a encajar toda suerte de piezas en un
preciso patrón construido por entero en nuestra cabeza.
El primer paso es el recelo, la siembra de
la duda, y además todo se inicia en la mente (cf. Sant 4,1-2). El recelo
encuentra casi siempre indicios de aquello que recela. Impulsa inevitablemente
hacia estados de resentimiento y hacia la incapacidad para confiar en alguien
distinto de uno mismo. Esa es la psicología de lo que está aconteciendo aquí, y
todo se encuentra contenido en una sencilla línea argumental.
El texto dice luego: "Se les abrieron
los ojos a los dos" (Gn 3,7). Se abrieron a un universo escindido. Los
maestros de oración llaman a esto "escisión sujeto-objeto". Acontece
siempre que nos situamos frente a las cosas con actitud distante y analítica y no
podemos ya conocerlas por afinidad, semejanza o conexión natural, sino
meramente como objetos exteriores a nosotros.
En todos los seres humanos, esto principia
en torno a los siete años, que es cuando "abandonamos el jardín".
Antes de ese momento, al igual que Adán y Eva en el jardín del Edén, existimos
con conciencia unitiva. Ahí empezamos todo, cuando "el Padre y yo somos
uno" (Jn 10,30), o mi madre y yo somos uno, que es la situación que
disfrutamos en los primeros años de vida.
Comenzamos teniendo conciencia unitiva y
luego, antes o después se produce la escisión. No puede por menos de suceder. “Comeremos” del árbol del conocimiento
del bien y del mal y “sufriremos” la
"herida del conocimiento". Desconfiaremos de nosotros mismos y de
todo lo demás. Dudaremos. Esto se llama "estado de alienación", y
muchos pasan su vida entera en él.
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