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La palabra que los cuatro evangelistas y
san Pablo eligieron para denominar la nueva revelación, ‘evangelio’ (que actualmente traducimos por "buena
noticia"), era a la sazón un término extraño. Pertenecía, de hecho, a un
mundo dominado por guerras y batallas. Un "evangelio" era un mensaje
de victoria que, enviado desde el campo de batalla, anunciaba al bando ganador
el comienzo de una nueva era. Salta a la vista que el mensaje de Jesús fue
entendido como algo auténticamente nuevo. Y así sigue siendo entendido en
nuestros días, siempre y cuando ‘hagamos
las preguntas pertinentes’ y, como decía Jesús, tengamos la "pobreza
de espíritu" (Mt 5,3), esto es, no seamos altaneros ni petulantes ni
estemos pagados de nosotros mismos. Las personas con tales características son en gran medida incorregibles.
Todos necesitamos de por vida lo que Jesús
llamó el "espíritu de principiante" propio de un niño lleno de
curiosidad. Este espíritu, que algunos llaman "inmediatez permanentemente
renovada", es el mejor camino para adquirir sabiduría espiritual, como
trataremos de evidenciar a lo largo de esta obra. Si solo nos preocupamos por
el estatus espiritual de nuestro grupo o por las primas de nuestra privada
"seguridad social", los evangelios no nos parecerán nuevos ni buenos,
ni siquiera nos resultarán atractivos. Seguiremos viviendo con nuestros
habituales automatismos, aun después de leerlos. Serán "religión"
conforme a las expectativas que de esta hemos llegado a tener en nuestra
concreta cultura, pero no un verdadero "asombro" que todo lo
reorganiza.
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