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Esto nos lleva a nuestro “segundo marcapáginas”: la palabra clave
es “sangre”,
que invariablemente simboliza “la experiencia de transformación”,
esa muerte anterior a la muerte de la que hablan numerosas religiones. El
indudable precio de lo nuevo es la muerte de lo viejo. La religión nunca tiene
miedo de hablar de masacres, de muerte, de la pérdida del equipaje innecesario,
de desasirse. Y todo ello resulta siempre doloroso.
La mayor parte de los ritos de iniciación
masculinos eran precisos para "probar" la necesidad de este
desasimiento del varón joven (¡repara en los doce apóstoles!), que se resiste
siempre a morir.
Ver "correr sangre" es una
experiencia que todos odiamos y de la que deseamos huir, pero no puede por
menos de suceder. Representa la muerte del falso yo, la muerte de la ilusión
vana, de todas esas ilusiones de las que somos adictos.
En mis estudios sobre la iniciación he señalado
que nuca en la historia han existido ritos de iniciación para las mujeres, pero
si, de hecho, ritos de fertilidad que les enseñaban el significado sagrado de
su flujo mensual. Los varones eran circuncidados en tal vez dos tercios de las
culturas del mundo, diríase para obligarlos a aceptar la necesidad de sufrir a
lo largo de su camino espiritual. A esto lo llamo yo la "senda del
descenso".
Las Escrituras hebreas desbordan de
imágenes de sacrificios cruentos. Están los frecuentes holocaustos, el cordero
pascual que tenía que ser sacrificado y, por supuesto, los numerosos
sacrificios en el templo. En la época de Jesús, el noventa por ciento de la
economía de la ciudad de Jerusalén estaba asociado con el transporte,
encorralado, alimentación y sacrificio de víctimas del holocausto y con la posterior
retirada del templo de los cadáveres de animales. En las fiestas principales,
en el templo se sacrificaban decenas de miles de cabras, bueyes, novillos (cf.
por ejemplo, 1Re 8,63).
Esto nunca se muestra en detalle en
nuestros anestesiados libros de historia bíblica, porque resulta bastante
difícil de creer. Pero ser sacerdote o levita implicaba también ser carnicero.
Un Dios exigente o distante necesita, según parece, ser aplacado de continuo
con sangre, lo cual, por desgracia, llevó a la muy limitada comprensión de lo
que más tarde se dio en llamar "doctrina de la expiación", (que
analizaremos en detalle en el capítulo 9).
Aquí bastará con señalar que probablemente
ni siquiera podríamos imaginarnos o representarnos a “Dios amándonos” sin un derramamiento de sangre demandado por el
propio Dios (a tamaña profundidad corre el simbolismo arquetípico). Al igual
que tiende a hacer la mente dualista, convertimos la crucifixión en un asunto
regido por la lógica de pagar con la misma moneda en vez de en una revelación
de la eterna naturaleza del corazón de Dios, que fluye hacia nosotros en forma
de agua y sangre (cf. Jn 19,34).
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