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Parece que Dios continúa mirando a lo que
es bueno, a lo que hay de Dios en mí y, por supuesto, siempre lo encuentra por
entero digno de amor. Dios fija intensamente su mirada en aquello que yo me
niego a mirar y temo mirar, en la naturaleza divina de la que, como hija o hijo
de Dios participo (1Jn 3,2). Y algún día mi mirada se adecuará a la mirada de
Dios (francamente, eso es lo que queremos decir cuando hablamos de oración). En
esos momentos encontraré a Dios digno de amor, y simultáneamente, me encontraré
a mí mismo digno de amor. ¿Por qué? Porque son una y la misma mirada: la
mirada de Dios y mi mirada se han simbiotizado y contemplan la vida juntas.
Pablo utiliza con frecuencia la expresión
"en Cristo". Nos salvamos en la medida en que permanecemos
conscientes dentro del campo de fuerzas que es Cristo, no en la medida en que
hacemos las cosas bien en nuestro yo privado. Nunca vamos a hacer todo bien en
nuestro yo privado. Nunca vamos a conseguir que encajen todas las piezas. Somos
demasiado pequeños, demasiado inseguros, estamos demasiado dispuestos a
flagelarnos a nosotros mismos. No siempre nos es dado actuar de forma correcta,
pero sí somos capaces de estar conectados.
Todo lo que podemos hacer es dejarnos caer
en la Eterna Misericordia, donde somos recogidos en una red de la que ya nunca
nos caeremos. Al final, todos sabemos que, a pesar de nosotros mismos, estamos
salvados, y lo que aún es peor, ¡mucho más por hacer mal las cosas que por
hacerlas bien! Eso debe suponer la muerte final del ego.
Tal es el milagro de dedicar espacios de
tiempo prolongados a la oración o de vivir momentos como, por ejemplo, el
nacimiento de un niño, el acompañamiento de un moribundo o la intimidad sexual,
en los que uno experimenta que forma parte de la vida de otros, que su vida no
le pertenece.
No se trata tanto de momentos “morales” cuanto de momentos “transformadores” en los que uno alcanza
una percepción diferente de su "yo". Nuestra santidad es, antes de
nada y en realidad exclusivamente, la santidad de Dios; y esa es la razón por
la que es cierta y segura... y siempre santa. Es una participación, una
inhabitación mutua, no una conquista o un mérito de mi parte.
Esta incipiente toma de conciencia
encontrará a lo largo de las Escrituras hebreas y cristianas afirmaciones que
le sirvan de referencia, pero debe estar respaldada igualmente por la
experiencia interior de oración de uno mismo; de lo contrario, esas
afirmaciones no serán más que palabras. Así y todo, concluyamos este capítulo
con unas frases que esperamos suenen ahora de un modo totalmente nuevo:
«Por él [Cristo] nos eligió [Dios].., para
que por el amor fuéramos consagrados e irreprochables en su presencia. Por
Jesucristo, según el designio de su voluntad, nos predestinó a ser sus hijos
adoptivos para nuestro propio bien, de modo que redunde en alabanza de la
libérrima gracia que Dios nos otorgó... y obtengamos el rescate, el perdón de
los pecados» (Ef 1,4-7).
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