jueves, 7 de junio de 2018

41.- ACERTAR EN EL QUIÉN


41.- 
Parece que Dios continúa mirando a lo que es bueno, a lo que hay de Dios en mí y, por supuesto, siempre lo encuentra por entero digno de amor. Dios fija intensamente su mirada en aquello que yo me niego a mirar y temo mirar, en la naturaleza divina de la que, como hija o hijo de Dios participo (1Jn 3,2). Y algún día mi mirada se adecuará a la mirada de Dios (francamente, eso es lo que queremos decir cuando hablamos de oración). En esos momentos encontraré a Dios digno de amor, y simultáneamente, me encontraré a mí mismo digno de amor. ¿Por qué? Porque son una y la misma mirada: la mirada de Dios y mi mirada se han simbiotizado y contemplan la vida juntas.
Pablo utiliza con frecuencia la expresión "en Cristo". Nos salvamos en la medida en que permanecemos conscientes dentro del campo de fuerzas que es Cristo, no en la medida en que hacemos las cosas bien en nuestro yo privado. Nunca vamos a hacer todo bien en nuestro yo privado. Nunca vamos a conseguir que encajen todas las piezas. Somos demasiado pequeños, demasiado inseguros, estamos demasiado dispuestos a flagelarnos a nosotros mismos. No siempre nos es dado actuar de forma correcta, pero sí somos capaces de estar conectados.
Todo lo que podemos hacer es dejarnos caer en la Eterna Misericordia, donde somos recogidos en una red de la que ya nunca nos caeremos. Al final, todos sabemos que, a pesar de nosotros mismos, estamos salvados, y lo que aún es peor, ¡mucho más por hacer mal las cosas que por hacerlas bien! Eso debe suponer la muerte final del ego.
Tal es el milagro de dedicar espacios de tiempo prolongados a la oración o de vivir momentos como, por ejemplo, el nacimiento de un niño, el acompañamiento de un moribundo o la intimidad sexual, en los que uno experimenta que forma parte de la vida de otros, que su vida no le pertenece.
No se trata tanto de momentos “morales” cuanto de momentos “transformadores” en los que uno alcanza una percepción diferente de su "yo". Nuestra santidad es, antes de nada y en realidad exclusivamente, la santidad de Dios; y esa es la razón por la que es cierta y segura... y siempre santa. Es una participación, una inhabitación mutua, no una conquista o un mérito de mi parte.
Esta incipiente toma de conciencia encontrará a lo largo de las Escrituras hebreas y cristianas afirmaciones que le sirvan de referencia, pero debe estar respaldada igualmente por la experiencia interior de oración de uno mismo; de lo contrario, esas afirmaciones no serán más que palabras. Así y todo, concluyamos este capítulo con unas frases que esperamos suenen ahora de un modo totalmente nuevo:
«Por él [Cristo] nos eligió [Dios].., para que por el amor fuéramos consagrados e irreprochables en su presencia. Por Jesucristo, según el designio de su voluntad, nos predestinó a ser sus hijos adoptivos para nuestro propio bien, de modo que redunde en alabanza de la libérrima gracia que Dios nos otorgó... y obtengamos el rescate, el perdón de los pecados» (Ef 1,4-7).



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