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Si no fuera por la presencia de Dios en
mí, ni siquiera podría entender la finalidad de la ley. El Espíritu suscita en
mí el sentido verdadero de la ley; por eso afirma san Juan: "Cuando venga,
el Espíritu mostrará al mundo cuán equivocado estaba sobre el pecado y sobre
quién vivía en la justicia, así como en lo relativo a sus juicios" (Jn
16,8). Esto nos debería inspirar a todos una profunda humildad.
¿Por qué llegó Pablo a conclusión tan
clara? Porque había sido un hombre de la ley. Como él mismo nos cuenta en la
Carta a los Filipenses (Flp 3,6-8), Pablo era un fariseo perfecto. "En la
medida en que la ley puede hacer a uno perfecto, yo era irreprochable",
afirma. Sin embargo, en la línea siguiente admite que era un asesino de masas.
"¿Cómo podía tan perfecta observancia religiosa engendrar todavía hombres
tan odiosos y violentos como yo?". Esa fue para él la pregunta
transformadora, y en su caso funcionó. Y todavía hoy debería ser una pregunta
que se plantearan numerosos grupos religiosos.
En Rom 7,8, Pablo nos dice que "el
pecado se aprovecha de la ley" para obtener sus propios propósitos. ¿Qué
quiere decir Pablo con ello? Nuestro egocentrismo natural y aún no convertido
("pecado") utiliza la religión con el objetivo de incrementar el amor
propio. Si quieres odiar a alguien o deseas ser despiadado, vengativo, cruel o
rencoroso, puedo revelarte una forma de hacerlo sin sentir ni una pizca de
culpa: ¡hazlo por razones religiosas! Hazlo pensando que estás obedeciendo una
ley, cumpliendo algún mandamiento o llevando a la práctica algún versículo de
la Biblia. Funciona bastante bien. Tu intacto egocentrismo puede usar y usará
la religión para sentirse superior y "cargado de razón". Es un patrón
común.
Entonces, ¿cuál es la verdadera finalidad
de la ley? No es hacer que Dios te ame. Ese tema está solucionado ya de una vez
por todas, y no depende de ti cambiarlo en una dirección u otra. El propósito
de la ley espiritual es sencillamente agudizar nuestra conciencia sobre quiénes
somos nosotros y quién es Dios, de suerte que podamos identificar nuestra
propia insuficiencia y, en ese mismo movimiento, encontrar la plenitud de Dios.
Esta es la razón por la que santos como Francisco de Asís invariablemente
dicen, en efecto: "No soy nada. Todo lo bueno que he hecho procedía de Dios. Lo
único que puedo reclamar como mío son mis pecados". No se trata de
un exceso de humildad, sino de mera franqueza. En tales personas, la ley
alcanza su verdadera finalidad.
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