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El jardín del conocimiento
El relato del pecado original de la
humanidad se narra en Gn 2. Pero este pecado, que así es como se ha llamado, no
parece en realidad un pecado; de hecho, ¡querer saber más se nos antoja una
virtud! ¿No te ha incomodado nunca eso en el texto? "Puedes comer de todos
los árboles del jardín, pero del árbol del conocer el bien y el mal no
comas" (Gn 2,17). ¿Por qué va a ser eso pecado? ¡Diríase que es algo bueno!
En el seminario lo llamábamos teología
moral. Comíamos a dos carillos del árbol del conocimiento del bien y del mal. Intentando
decidir quién era bueno y quién malo. En otros niveles, ello refinó e incluso
creó, por desgracia, la proclividad a erigirse en juez contra la que Jesús tan
encarecidamente nos advierte (cf. Mt 7,1-2).
Pero si nos dejamos guiar por nuestros
juicios, el amor rara vez aflorará. Cuando la mente que necesita hacer juicios
morales sobre cualquier cosa ejerce de ama en vez de sierva, la religión se
corrompe casi siempre.
Algunos pensarán que tal es el sentido del
cristianismo: ser capaz de decidir quién va al cielo y quién no. Esto tiene
mucho más de búsqueda de control que de búsqueda de verdad, de amor o de Dios.
Tiene que ver con el ego, que necesita clasificar todo para procurarse a sí
mismo la sensación de: "Lo sé", "Controlo la información". (El
libro “El Precio de la Certeza”, de
Jeremy Yuong, profundiza en esta cuestión con provechoso detalle.)
Imagino que Dios sabía que la religión
tomaría esa dirección (No lo olvidemos:
cuatro evangelios, según...). Así que dijo: "No lo hagáis, no comáis
del árbol del conocimiento del bien y del mal". Él intenta mantener
alejada de nosotros el ansia de certeza, la indebida necesidad de explicación,
de soluciones, de respuestas. Francamente, semejante afán imposibilita la fe
bíblica.
La mayor herejía de las Iglesias
occidentales estriba en que han invertido en gran medida el significado mismo
de la fe, que es no saber y no tener necesidad de saber, convirtiéndola en “exigencia de saber y en aseveración de que uno sabe con certeza”.
El pecado original, certeramente descrito, nos advierte al comienzo mismo
contra esta tentación.
Parece que Dios pide a la humanidad que
viva en el seno de una infinita humildad. Dentro de ese patrón sustentador,
somos capaces de soportar la ambigüedad, las inconsistencias y la fragmentariedad
de todas las cosas en vez de empeñarnos en dividir la realidad entre buenos y
malos. Ese es nuestro más profundo acto de solidaridad con la humanidad.
Todos sabemos que, si se nos permite
nombrar con certeza a los malos, la persecución y la violencia vienen a renglón
seguido; y si suponemos con demasiada facilidad que nosotros nos contamos entre
los buenos, entonces vivimos inmersos en gran medida en una ilusión vana y un
montón de prejuicios. Como hombre dedicado a la vida religiosa me puedo permitir
afirmar lo siguiente: la religión ha servido como justificación de buena parte
de la violencia vivida en la historia humana. Así pues, Dios tenía que poner
coto a la violencia desde la misma línea de salida.
En la década de 1970 salí del seminario
pensando que mi trabajo consistía en tener respuesta para cualquier pregunta.
Esa fue probablemente la razón por la que empecé a grabar cintas y, con el
tiempo, a escribir libros. Lo que he aprendido es que el no saber y a menudo ni
siquiera necesitar saber es un modo más profundo de saber, así como una forma
más profunda de compasión. Quizá se deba a ello que Jesús alabe la fe
incluso más que el amor, quizá se deba a ello que san Juan de la Cruz llame a
la fe
"luminosa oscuridad".
Esa es la razón por la que todas las
grandes tradiciones enseñan alguna forma de contemplación: dentro de la nube
del "no saber" aflora, de hecho, una forma diferente de conocimiento.
Es la negativa a comer del árbol del bien y del mal, el encontrar libertad,
gracia y consuelo en la no necesidad de saber lo que, irónicamente, nos abre a
una conciencia mucho más profunda, que bien podríamos llamar la "mente de
Dios". Eso ocurre porque nuestra pequeña mente y nuestro yo menor han sido
por fin dejados a un lado.
Quizá haya quedado ya claro por qué la
falsa certeza moral es presentada al comienzo mismo de la Biblia como el pecado
original. Ello despeja el camino para la fe, la esperanza y la caridad, para
las tres a la vez (cf.1Cor 13,13).
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