miércoles, 6 de junio de 2018

47.- PERSONAS CON UN ROSTRO


47.- 
Incluso humanamente, sin “un otro importante” que pronuncie nuestro nombre, tenemos una frágil autoconciencia. "Numerosos dioses delante de nosotros" es como un estado de promiscuidad sexual: la persona permanece dispersa, disipada, descentrada, cual "junco agitado por el viento". Esto es particularmente cierto de los jóvenes, aunque hoy vale para la mayoría de las personas en el secularizado Occidente. “Sin un otro importante que también sea el Otro Importante, nos lastra la necesidad de ser nuestro propio centro y nuestra propia circunferencia”. Eso es imposible y, si pruebas a hacerlo, terminará revelándose fútil.
Nuestro centro cambiará literalmente cada pocas horas o incluso cada pocos minutos, con cada nueva celebridad, reputación, imagen, nombre, programa de televisión, artículo de revista, valla publicitaria o interés amoroso. El yo no constituido (léase "irredento") cambia de continuo. Cualquier buen psicoterapeuta podrá corroborarte que a esto es a lo que nos enfrentamos en la actualidad. Es alarmante de cara a nuestro futuro y sus instituciones.
A menudo observo a las madres jóvenes en tiendas y supermercados. Se cuentan invariablemente entre las personas más felices con las que tropiezo. Mantienen con frecuencia la mirada y sonríen, disculpándose con gracia por estar estorbando. ¿Por qué? Porque su centro constitutivo es del todo claro y constante: su bebé. En ese marco saben quiénes son y saben exactamente cuál es su propósito para el día en curso.
Para los judíos y para todos los que hemos heredado su sabiduría, hay un rostro en el que nos miramos para reflejarnos, un rostro al que retornamos una y otra vez en busca de confirmación y definición: el rostro de Dios. La religión sana crea gente muy sana.
Me atrevería a afirmar que, cuando eran un joven novicio franciscano de diecinueve años, la mayoría de mis compañeros de promoción y yo éramos gente feliz y pasábamos la mayor parte del tiempo en actitud jocosa y pacífica. Nuestro pequeño mundo se reducía a lo absolutamente esencial; y dentro de él, nos sentíamos bastante satisfechos. Tal es el valor del primer estadio, el de la conciencia simple, y la razón por la que el común de las gentes desea permanecer en él. El problema estriba en que todavía no está integrado ni es maduro, ni siquiera altamente consciente. La mayoría de nosotros vivíamos con el automatismo de la obediencia a las leyes y la imagen positiva de uno mismo, una forma de vida que aún tenía que ser sometida a prueba. Pero era el mejor comienzo posible.

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