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Incluso humanamente, sin “un otro importante” que pronuncie
nuestro nombre, tenemos una frágil autoconciencia. "Numerosos dioses
delante de nosotros" es como un estado de promiscuidad sexual: la persona
permanece dispersa, disipada, descentrada, cual "junco agitado por el
viento". Esto es particularmente cierto de los jóvenes, aunque hoy vale
para la mayoría de las personas en el secularizado Occidente. “Sin
un otro importante que también sea el Otro Importante, nos lastra la necesidad
de ser nuestro propio centro y nuestra propia circunferencia”. Eso es imposible y, si pruebas a
hacerlo, terminará revelándose fútil.
Nuestro centro cambiará literalmente cada
pocas horas o incluso cada pocos minutos, con cada nueva celebridad,
reputación, imagen, nombre, programa de televisión, artículo de revista, valla
publicitaria o interés amoroso. El yo no constituido (léase
"irredento") cambia de continuo. Cualquier buen psicoterapeuta podrá
corroborarte que a esto es a lo que nos enfrentamos en la actualidad. Es
alarmante de cara a nuestro futuro y sus instituciones.
A menudo observo a las madres jóvenes en
tiendas y supermercados. Se cuentan invariablemente entre las personas más
felices con las que tropiezo. Mantienen con frecuencia la mirada y sonríen,
disculpándose con gracia por estar estorbando. ¿Por qué? Porque su centro
constitutivo es del todo claro y constante: su bebé. En ese marco saben quiénes
son y saben exactamente cuál es su propósito para el día en curso.
Para los judíos y para todos los que hemos
heredado su sabiduría, hay un rostro en el que nos miramos para reflejarnos, un
rostro al que retornamos una y otra vez en busca de confirmación y definición:
el rostro de Dios. La religión sana crea gente muy sana.
Me atrevería a afirmar que, cuando eran un
joven novicio franciscano de diecinueve años, la mayoría de mis compañeros de
promoción y yo éramos gente feliz y pasábamos la mayor parte del tiempo en
actitud jocosa y pacífica. Nuestro pequeño mundo se reducía a lo absolutamente
esencial; y dentro de él, nos sentíamos bastante satisfechos. Tal es el valor
del primer estadio, el de la conciencia simple, y la razón por la que el común
de las gentes desea permanecer en él. El problema estriba en que todavía no
está integrado ni es maduro, ni siquiera altamente consciente. La mayoría de
nosotros vivíamos con el automatismo de la obediencia a las leyes y la imagen
positiva de uno mismo, una forma de vida que aún tenía que ser sometida a
prueba. Pero era el mejor comienzo posible.
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