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Las abstracciones ofrecen al ego un gran
número de compensaciones: podemos mantener en apariencia el control de la
situación; podemos vivir en nuestras mentes; podemos evitar amar en general o a
alguien en particular; podemos evitar todo rastro de humor, paradoja y
libertad. Ni siquiera Dios tiene libertad para actuar al margen de nuestras
abstractas conclusiones teológicas; y, sin embargo, exactamente eso es lo que
Dios hace cada vez que perdona y se muestra misericordioso, algo que en modo
alguno es racional.
Durante catorce años ejercí de capellán de
prisiones cerca de mi casa, en Alburquerque. Un día de Navidad estuve
conversando con un viejo hispano en su celda. En un momento dado, le dije:
"Imagino que uno debe sentirse muy solo aquí el día de Navidad". La
respuesta de este hombre me dejó asombrado. "Padre -me replicó-, si uno acepta
estar con él, él siempre acepta estar con uno". He aquí un hombre
que había aprendido todo aquello de lo que yo vengo hablando con mi sofisticada
teología. A ese hombre no le hace falta conocer nada de eso. Sabía cómo vivir
delante del espejo. Tiene un rostro y permite a Dios tener el suyo.
Por parte de Dios, el don es total, de una
vez por todas y para siempre; el rostro de Dios se encuentra vuelto por
completo hacia nosotros. Somos nosotros los que tenemos que aprender "poco
a poco", como dice san Juan de la Cruz, a devolver la mirada. Entonces
también nosotros tendremos un rostro.
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