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La
noción paulina de "cuerpo de Cristo" tiene carácter material y
cósmico y comienza ya en este mundo (esa es la razón por la que creemos en la
resurrección del cuerpo, no solo en la resurrección del alma). En efecto, hay
un "nuevo cielo", pero también una "nueva tierra" (Ap
21,1). ¿Qué sentido más apropiado podría tener a "segunda venida de
Cristo" que el de convertir a la humanidad en una "bella novia
arreglada para el novio" (Ap 21,2)? Por fin es posible disfrutar de la
unión, y el argumento divino de que todos ganan (¡el juego de suma positiva!)
ha alcanzado su pleno propósito. ¡Qué final de la historia tan esperanzador!
¡Que ‘apokatástasis’ o
"restauración universal" (Ap 3,21)! ¡Qué gran victoria para Dios... y
para la humanidad!
Lo que la plena revelación bíblica
nos aporta es la historia dentro de la historia, la coherencia en el seno de la
aparente incoherencia. Si no se descubre esta pauta
interior, la religión se convierte en un conjunto de meras anécdotas sin
propósito alguno: solamente breves relatos aquí y allá, carentes de patrón y
dirección determinados. No vienen de ningún lugar ni van a ningún lugar. Uno
tiene que saber hacia dónde se encamina el texto; de lo contrario, no sabe cómo
hilar fino ni cómo mirar a través de las lentes apropiadas.
Lo que estoy diciendo es que la meta y
dirección clara del itinerario espiritual es la mutua inhabitación, en la que "el
misterio de Cristo está en vosotros, esperanza de gloria" (Col
1,17). En esta mutua inhabitación, uno ya no vive solo como él mismo, sino que
vive en un campo de fuerzas más amplio llamado cuerpo de Cristo (Ga
2,20). Como dijo Charles Williams, la "idea central" del cristianismo
es la "co-inherencia". Pero hace falta un tiempo prolongado
para admitir y creer tal milagro, confiar en él y disfrutar de él.
Hasta el capítulo conclusivo de la Biblia
no es posible afirmar: "Ahora Dios habita entre los seres
humanos; ellos se han convertido en el pueblo, y él en su Dios"
(Ap 21,3). Solo al final desciende la nueva Jerusalén del cielo a la tierra.
"Rápido, dime ¿quién te ha
creado? ¿De dónde vienes?" En la complejidad de los
itinerarios de la vida, todos comenzamos a olvidar, al igual que el niño pequeño
al que nos hemos referido al comienzo de este capítulo. A medida que nos
hacemos mayores, las pautas se tornan demasiado complejas y llega un momento en
que ya no esperamos encontrar pauta alguna. En eso consiste seguramente la
pérdida de fe que tan extendida vemos en la actualidad.
No hay nadie que diga a nuestros contemporáneos
que "los
grandes patrones son siempre verdaderos", así que abandonan y
caminan en círculos por el desierto. Es la posmodernidad, el deconstruccionismo
o el nihilismo, y de ahí no resulta un mundo en el que se pueda vivir feliz.
Muchos de nuestros hijos crecen en un mundo desprovisto de sentido y, por
tanto, se ven atraídos hacia un fundamentalismo simplista e insustancial.
Cualquier cosa, incluso la estupidez, es mejor que el sinsentido.
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