martes, 5 de junio de 2018

168.- INHABITACIÓN MUTUA






168.- 
10.- Inhabitación mutua

               "Por consiguiente, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto".
               "Sed generosos y amables con los demás, de modo análogo a como Dios lo es con vosotros".
                                                                                                       - Dos traducciones distintas de Mt 5,48

Este versículo del Evangelio según san Mateo, objeto de frecuentes nuevas traducciones, constituye hoy un indicador casi perfecto de las dos mentalidades que han intentado comprender la Biblia. La primera lo lee en términos de idealismo platónico y de moralismo basado en el ego. Emplea un concepto matemático o divino ("perfección") y exige su realización al ser humano. Esto lleva a los lectores a imposibles abstracciones de carácter intelectual cuyo resultado no es sino negación, escisión y apariencia. Interpela al sistema binario ("sí/no") de la mente común, en el que todos perdemos, pues ninguno de nosotros es perfecto ni lo será nunca.
También la segunda traducción coloca muy alto el ideal, pero ahora la meta es la unión con Dios en vez de la perfección personal. Esta traducción se debe a una mente no dualista que ya ha tenido experiencia de la unión con Dios en algún nivel. Como tan brillantemente enseña Ken Wilber, "lo que determina la verdad de una afirmación espiritual no es lo que la persona dice, sino el plano desde el que lo dice". Una persona espiritualmente madura puede usar la palabra ‘perfección’ desde la conciencia de que está hablando de la perfección de Dios que habita en nosotros. Una persona espiritualmente inmadura la concebirá como un logro moral alcanzable por medio de un esfuerzo aún mayor.
El nivel superior queda bien ilustrado en el siguiente aserto paulino, que marca una transición: "Ya no busco la perfección en virtud de mis propios esfuerzos..., sino sólo la perfección que nace de la fe y procede de Dios... Todos los que somos llamados ‘perfectos’ debemos pensar de ese modo" (Flp 3,9.15). Pablo define correctamente la perfección como unión en vez de como conquista.
Nuestro objetivo no es la integridad personal o privada, la cual, de todos modos, resulta evidentemente imposible y, sin embargo, ha sido presentada durante siglos a los individualistas occidentales como una meta alcanzable. Esto constituye el núcleo de nuestro actual problema y es, en mi opinión, lo que ha propiciado el abandono masivo del cristianismo.
En último término, el texto apunta nada menos que al misterio total de la unión con Dios y hacia él nos guía y llama. Solo quienes han empezado a experimentar la elección, la gracia, el perdón, el amor, la unión y la relación usarán adecuadamente la Biblia. Sin el trasfondo de tales experiencias, la Biblia ha sido y es para la humanidad mucho más un problema que un don de cualquier tipo. Se queda en mero odre, aún sin vino. Se convierte en enaltecimiento del ego y munición para el ego en vez de describir ese movimiento hacia delante y hacia atrás que fue la originaria travesía hebrea por el desierto y es lo que san Buenaventura llama "el itinerario del alma hacia Dios".
Pero si la unión con Dios es la meta segura, intentemos ahora ver primero cómo el final se encontraba ya en el inicio y trazar luego la senda que lleva de uno a otro.
Me gustaría usar aquí un relato que he contado a menudo. Se trata, según parece de la historia verídica de la llegada a casa desde el hospital de un recién nacido. El otro hijo de la familia, un precoz niño de cuatro años, les dice a sus padres: "Quiero hablar con mi nuevo hermanito". La edad comprendida entre los tres y cuatro años se suele se suele concebir como una época mágica, en la que uno no ha accedido aún al tipo de conciencia determinado por el hemisferio izquierdo. El niño vive todavía en un universo encantado; todavía es posible comprender el misterio (esta es, probablemente, la razón por la que Jesús ensalza la "receptividad" de los niños). Sea como fuere, el pequeño aclara luego: "A solas".
Pese a su sorpresa, los padres dejaron que el niño de cuatro años se quedara solo con el recién nacido en la habitación donde estaba la cuna y pegaron la oreja a la puerta. Querían proteger al bebé de cualquier posible daño fruto de la rivalidad entre hermanos, aunque también les picaba la curiosidad de escuchar lo que aquel mocoso de cuatro años iba a decir. Esta es la esencia de lo que, según se cuenta, oyeron: "Rápido, dime quién te hizo. Dime de dónde vienes. ¡Estoy empezando a olvidarlo!".
Verídico o no, este relato ilustra lo que quiero señalar aquí. El recién nacido representa a esos "pequeños" a los que Jesús tanto ensalza. El niño de cuatro años nos representa a todos nosotros, atrapados entre el saber y el olvido y deseosos de conocer de nuevo. Mi supuesto de partida en todo este libro es el mismo que el de Juan en su primera carta: "No os escribo porque desconozcáis la verdad, sino porque ya la conocéis" (1Jn 2,21). "Hay un Cognoscente Interior llamado Espíritu Santo" (Jn 14,17).

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