166.-
La
cruz como programa
Todo gira alrededor de la cruz de
Jesucristo. La cruz trata de cómo luchar sin convertirse uno mismo en víctima.
La cruz tiene que ver con ser la victoria en vez de limitarse a obtener una
victoria. Es una forma de triunfar que trata de hacer partícipes del triunfo
incluso a los adversarios.
La cruz tiene que ver con el rechazo de
todo escenario simplista de ganadores y perdedores (lo que a veces se conoce
como juego de suma cero) y con la búsqueda de un posible escenario donde todos
ganen (juego de suma positiva). La cruz es negarse a odiar, a tener necesidad
de derrotar al otro, porque eso no sería sino perpetuar el mismo patrón y
responder con violencia a la violencia, permaneciendo dentro de la inexorable
rueda que el mundo siempre ha considerado normal.
La cruz dice muy claramente que hay que
hacer frente al mal, pero también que uno debe estar dispuesto a soportar la
tensión, la ambigüedad, el dolor que ello conlleva en lugar de insistir en que los demás hagan lo mismo. "Resístete
al mal y véncelo con el bien" (Rom 12,21). La cruz nos traslada al casi
universal mito de la violencia redentora a un nuevo escenario de sufrimiento
redentor.
En la cruz de la vida aceptamos
nuestra propia complicidad y cooperación con el mal en vez de imaginar que nos encontramos
sobre algún pedestal de superioridad moral.
Jesús se identifica con lo que luego enseñará Pablo: "Todos pecaron"
(Rom 5,12), y el Cordero de Dios tuvo la humildad de "hacerse pecado"
(2 Cor 5,21) con nosotros, mientras que nosotros pretendemos estar por encima
de todo ello.
El misterio de la cruz nos enseña a ‘hacer frente’ al odio sin ‘convertirnos’ en odio, a oponernos al
mal sin convertirnos nosotros mismos en mal. ¿Puedes sentirte ti mismo
estirándote en ambas direcciones: hacia la bondad de Dios y hacia la admisión
de tu complicidad en el mal? Si te miras a ti mismo en ese momento, te sentirás
crucificado. ‘Cuelgas entremedias’,
sin solución, con tu vida como una paradoja, sostenido en la esperanza por Dios
(Rom 8,23-25).
El objetivo de la no-violencia estriba
siempre en alcanzar una verdadera comprensión del supuesto oponente, no su
humillación o derrota. Y ello, para facilitar la reconciliación, pero también
para percatarme, probablemente con tristeza, de que yo, al igual que Jesús,
debo pagar un precio por esa reconciliación, por ese "hacer de dos
uno", como tan poéticamente lo formula la Carta a los Efesios (Ef
2,13-18). ¡Toda religión hace, en sus mejores momentos, de dos uno!
No hay comentarios:
Publicar un comentario