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¿Quién
necesita cambiar de opinión?
Digámoslo una vez más en lenguaje
franciscano: ‘Jesús no vino a cambiar la opinión de Dios sobre el mundo, sino para
cambiar la opinión de la humanidad sobre Dios’. Esto fundamenta el
cristianismo en el amor y la libertad desde el comienzo mismo; crea una
religión muy coherente y sumamente atrayente, que guía a las personas hacia
vidas de profundidad interior, oración, reconciliación, sanación e incluso
unión, en lugar de hacia la mera expiación sacrificial. ¡En el Calvario nada
"cambió" pero ‘todo’ fue
revelado, a fin de que ‘nosotros’
pudiéramos cambiar!
Con ello tenemos una vigorosa base para un
cristianismo místico y desbordante de alegría, tal como el cristianismo siempre
lo ha preferido. Una teoría no violenta de la expiación afirma que Dios no es
alguien a quien tengamos que temer o de quien debamos desconfiar. ("Si
Dios exige un violento sacrificio cruento de su único Hijo, ¿qué no me pedirá a
mí?"). Nuestro único deseo es "caer en las manos de un Dios así de
vivo y amoroso" (Hb 10,31). Pero al igual que en ese juego en el que nos
dejamos caer de espaldas confiando en que el compañero que está detrás nos
sostendrá, primero es necesario que nos fiemos de aquel hacia el que vamos a
caer.
Para nosotros, Jesús es el mediador de un
cristianismo que tiene mucho más que ver con la unión con Dios que con una
contraprestación exigida o con la solución a un problema mayúsculo. Una
religión "con tan poca gracia" nos ha llevado únicamente a una suerte
de falsa idealización del autosacrificio egoísta, a un universo de justicia
retributiva basado en el principio del ‘quid pro quo’ que Jesús nunca enseñó e
incluso rechazó: «Id a aprender lo que significa: "Misericordia quiero y no
sacrificios". No vine a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt
9,13). ¡Después de todo, los terroristas suicidas son mucho más sacrificados
que nosotros, pero en ellos no hay amor (1Cor 13,3).
Jesús fue precisamente el sacrificio
realizado "de una vez para siempre" con objeto de revelar la mentira
y el sinsentido tanto de la noción como de la necesidad de religión
"sacrificial". Eso es en gran parte lo que quiere resaltar Hebreos
10, como podrás comprobar si estás dispuesto a leerlo con ojos nuevos. Pero
esos patrones regresivos y sacrificiales los perpetuamos en tanto en cuanto
convertimos a Dios en el Gran Sacrificador y basamos la noción de redención
divina en una suerte de "violencia necesaria".
¿Acaso Dios no lo puede hacer mejor? ¿O es
que lo que nos atrae hacia una teoría de la expiación tan violenta es la
necesidad de legitimar nuestro propio deseo, ora consciente, ora inconsciente,
de ser violentos? ¿No es el poder dominador el modo de abordar los problemas
que ‘humanamente’ preferimos? (¡Esta
pregunta ‘no podemos por menos’ de planteárnosla!).
La teoría de la redención basada en la violencia legitimó la resolución
punitiva y violenta de problemas en todos los ámbitos: ¡desde el papado a la
educación en la familia! Con el tiempo terminó produciéndose una enorme
desconexión entre el relato fundacional y el mensaje del propio Jesús.
Si incluso Dios emplea y necesita la
violencia, entonces es posible que Jesús no dijera en serio lo que afirmó en el
Sermón del monte y, por consiguiente, no tenemos por qué llevar a la práctica
sus palabras. Recuerda: la ‘manera’ de recorrer el camino determina la meta a
la que uno finalmente llega.

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