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Recapitulando: ‘todo
lo que le sucede a Jesús es también lo que debe sucederle y le sucederá al alma’:
encarnación, vida corporal marcada por la normalidad y la ocultación,
iniciación, prueba, fe, muerte, rendición, resurrección y regreso junto a Dios.
Tal es el modelo crístico del que todos participamos, bien con alegría y
confianza (cielo), bien de mal grado y con resentimiento (infierno).
Resulta irónico que la ‘primacía’ de Cristo y su condición de ‘modelo arquetípico’ se difumine e
incluso se tornen superfluas cuando solo se da importancia a la última semana
de su vida. Esa es la impresión que pueden causar películas como, por ejemplo, ‘La pasión’ de Mel Gibson.
En vez de eso, "a través de su ‘bondad,
revelada’ para nosotros en Jesucristo, Dios nos mostró la extraordinaria
riqueza de su gracia, salvándonos por puro don... somos la obra de arte de
Dios, creados en Jesucristo para vivir la buena vida a la que nos había
destinado desde el principio" (Ef 2,7-10). ‘Aquí, Jesús no es algo que se le
ocurre a Dios a última hora, sino un pensamiento previo, el primer pensamiento,
la imagen destilada de todo lo que Dios lleva a cabo en la creación’.
El pasaje de Efesios recién citado afirma que lo que Dios está haciendo es, en
palabras del Génesis, "bueno, muy bueno".
Jesucristo es, por consiguiente, tanto el
medio como el mensaje (léase "camino, verdad y vida"). ¡Todo esto
reunido en un cuerpo humano (Jesús) y un cuerpo cósmico (Cristo) persuasivos y
convincentes! Jesús no es una necesidad; antes al contrario, es puro don, pura
gracia, pura gloria. ¿Y por qué tendría que ser un don inferior a una
necesidad? "De su plenitud (pleroma) hemos recibido todos, gracia en
respuesta a la gracia... Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que
estaba al lado del Padre, lo ha explicado" (Jn 1,16.18).
Jesús, por supuesto, comunica esta
divinidad de forma muy gráfica y dramática en la cruz. Allí, en una imagen
brutal y, sin embargo, totalmente persuasiva, ‘vemos -y aprendemos a confiar
en- el libre ofrecimiento del amor de
Dios’. Se trata de una imagen que penetra en la psique, la mente y el
corazón, por muy a la defensiva que estos estén. El abnegado "amor suscita
amor en respuesta", diría nuestro padre san Francisco.
El
problema está en que acentuamos más la necesidad de pagar una deuda astronómica
que la comunicación de un amor creíble, algo que es una cuestión del todo
fundamental. La cruz se convirtió más en la imagen de una ‘transacción’ divina que en una imagen de la transformación humana.
Así, terminamos con un Dios que -al menos inconscientemente- parece ser
vengativo, violento y estrecho de miras, en modo alguno libre, sujeto a
supuestas leyes de justicia contravenida, y con un Hijo enviado a resolver un
problema antes que a revelar el corazón de Dios. El pecado desplaza al amor
como verdadero motivo de la redención y el acto principal de la redención del
mundo parece estar basado en una acción violenta.
El Hijo de Dios aparece aquí ‘reaccionando’ al pecado humano,
mientras que un Dios amoroso y libre siempre actuaría desde su propia verdad
eterna y primordial. ‘El amor divino no viene determinado por la
dignidad del objeto, sino por la bondad del sujeto’. Un cristianismo
centrado de este modo en el problema, en el pecado, constituye un universo muy
poco seductor e incluso inseguro para la mente franciscana.
No es de extrañar que el cristianismo
dominante haya producido tan pocos místicos y tantos detractores. El
cristianismo auténtico cautiva, seduce, invita, fascina, crea anhelo espiritual
y guía a la humanidad hacia un misterio, una sanación y una gracia más y más
deseables.
Cuando no es debidamente místico (léase
"experiencial"), el cristianismo se conforma siempre con meros
moralismos, sistemas de creencias y explicaciones que invariablemente reflejan
una mente dualista. En lugar de eso, Dios quiere que nos convirtamos en
"criaturas del todo nuevas" (Ga 6,15), poseamos "la mentalidad
de Cristo" (1Cor 2,16) y seamos "no siervos, sino amigos" (Jn
15,15).
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