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Jesús
quita el pecado del mundo poniendo dramáticamente al descubierto en qué
consiste el verdadero pecado del mundo (atacar y matar por desconocimiento, no
la violación de los códigos de pureza), desmarcándose de la pauta habitual de
atacar y matar en represalia y, de hecho, "devolviendo sus maldiciones con
bendiciones" (Lc 6,27), enseñándonos por último, que podemos
"seguirle" si hacemos otro tanto.
Llegados a este punto, la tragedia humana
termina, al menos al modo de "levadura", que es justo lo que Jesús
ofrece. Ha puesto en marcha lo inevitable. Tanto la mentira como la estrategia
han sido desenmascaradas merced a una conveniente acción por parte de Dios. No
se trata de que Jesús realice en el cielo alguna clase de magia para
"salvar al mundo del pecado y la muerte". No, Jesús lleva a cabo una
suerte de magia en la historia con miras a reorientar para siempre la dirección
de esta. Jesús no hace que el Padre cambie de opinión sobre nosotros; no, lo
que transforma es lo que nosotros pensamos sobre qué es real y qué no.
Seguramente conoceréis esas estatuillas de
los tres monos sabios. "No mirar nada malo, no oír nada malo,
no decir nada malo", con cada uno de os monos cubriéndose la parte
del cuerpo correspondiente. Es un buen consejo, y es justo que lo procuremos
hacer.
Pero ese no es en absoluto el plan de Dios
para vencer el mal. Él no vino para ofrecernos meramente fuerza de voluntad y
una íntegra educación moral. Eso es más propio del confucianismo que del
cristianismo. No hay nada malo con el intelecto y la voluntad, pero si
comparamos la imagen de los tres monos sabios con la de Jesús crucificado
podemos percibir la enorme diferencia existente entre ambas. La
imagen de los monos transmite una buena y convencional sabiduría; la cruz es
una sabiduría absolutamente subversiva procedente de Dios.
En la cruz, Jesús se identifica con el
problema humano, el pecado, la oscuridad. Se niega a estar por encima o al
margen del dilema humano. Además rehúsa tomar a otros por chivos expiatorios y,
en lugar de ello, se convierte él mismo en un chivo expiatorio personificado.
En palabras de san Pablo: "Cristo, sometiéndose a la maldición, nos
rescató de la maldición" (Ga 3,13). O También: "Al que no conocía el
pecado Dios lo hizo pecado, a fin de que en él [¡conjuntamente con él!]
pudiéramos convertirnos en la bondad misma de Dios" (2Cor 5,21). ¡Caray!
¡Basta con que contemples este misterio durante unos cuantos años!
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