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‘La posibilidad de que todas estas
crucifixiones humanas conduzcan a una eventual resurrección y no sean tragedias
sin salidas lo cambia todo. Que Dios participe de algún modo del sufrimiento
humano, en vez de limitarse a tolerarlo y observarlo’,
también lo cambia todo, al menos para aquellos que están dispuestos a mirar
"contemplativamente".
A nosotros los cristianos se nos concede
el privilegio de ‘poner nombre’
adecuado al misterio y conocerlo directa y conscientemente, pero en muchos
sentidos no hemos sabido ejercer ese privilegio mucho mejor que la mayor parte
del resto de las religiones y culturas. ‘Todas
las almas sufrientes y humildes aprenden esto de Dios’, pero las Escrituras
lo explicitaron y nos lo revelaron de forma pública y dramática en Jesús. Todo
depende de si uno lo ha "mirado" o no durante tiempo suficiente y con
profundidad suficiente. Llámalo "oración".
Nuestros patrones de violencia y
alienación igualan en gran medida a los de los pueblos no cristianos y a menudo
los sobrepasamos. De hecho, René Girard afirma que, debido a que el Evangelio
nos ha privado de las justificaciones de la guerra y el odio, ‘en realidad somos culturalmente más
inestables que otros’. Estamos atrapados en el irresoluble dilema de la
aproximación y la evitación. Matamos tanto como otros, pero nos sentimos un
tanto culpables por ello. Imagino que, a pesar de todo, se trata de un buen
comienzo. Mas ese sentimiento de culpa no ha alejado a las naciones cristianas
de sus propios y consecuentes patrones de violencia y de creación de chivos
expiatorios.
Pero antes de dar el salto a Jesús,
consideremos algunos personajes bíblicos anteriores, a fin de ver cómo se
prepara y dispone el escenario para la "saga" de Jesús que ahora
tenemos por normativa. José, el hijo de Jacob, es arrojado a un pozo por sus
propios hermanos y luego rescatado (Gn 37,20-28). El profeta Jeremías es
arrojado a una cisterna por los gobernantes del pueblo después de exhortar a la
retirada y anunciar la derrota; de allí será rescatado por un eunuco (Jr
38,6-13). Jonás, por supuesto, es tragado por la ballena y luego vomitado en la
orilla correcta (Jon 2,1-11). El pueblo entero es llevado al exilio de
Babilonia, donde más tarde Ciro, rey de Persia, los liberará y les permitirá
repatriarse (2 Cr 36,22-23). La esclavitud y el éxodo son las grandes lentes a
través de las cuales los judíos leen la historia.
Añadimos a todo esto el relato de Job, el
inocente que sufre sin perder la confianza en Dios y luego es restituido con
creces a su antiguo bienestar (Job 42,9-17), y los cuatro "cánticos del
Siervo sufriente" de Isaías 42-53, que encomian a aquel que sufre de modo
vicario, redentor y vivificador para otros. La psique y las expectativas judías
se forman poco a poco a través de estos relatos e imágenes. No hay duda de que
Jesús los conocía y es evidente que, en sus conversaciones con los discípulos,
él se veía a sí mismo como personificación de ese patrón.
Así, por ejemplo, en el Evangelio de
Marcos asegura tres veces que tal es su destino, aunque siempre es malentendido
o rotundamente rechazado por los propios apóstoles (Mc 8,31ss; 9,30ss;
10,32ss;), al igual que también nosotros rechazamos y tememos todo lenguaje de
abajamiento.
Este patrón de lo bajo y la alto, de
pérdida y renovación, de esclavitud y liberación, de exilio y regreso, de
transformación a través de la oscuridad y el sufrimiento se perfila con
bastante claridad ya en las Escrituras hebreas, sin que sea necesario esperar
al Nuevo Testamento. Jesús quiere usar el símbolo de Jonás y afirma: "Es
la única señal que se os va a conceder" (Lc 11,29). Diríase que la imagen
de Jonás en el vientre de la ballena era la metáfora que el propio Jesús
utilizaba para lo que con el tiempo llegaría a ser la doctrina de la cruz.
El término teológico para este clásico
patrón de descenso y ascenso fue acuñado por san Agustín el "misterio
pascual". ¡Ahora lo proclamamos públicamente en cada eucaristía como
"misterio de la fe"!
¿Cómo sucede esto? ¿Cómo nos transforma la
víctima? ¿Cómo nos "quita" nuestro pecado el Cordero de Dios (Jn
1,29), para usar la metáfora habitual? ¿Cómo logra Jesús "vencer a la
muerte y la oscuridad", como a menudo decimos? ¿Es tan solo una
transacción celestial por parte de Dios o se trata más bien de un ‘programa que este nos plantea’?
¿No reveló Jesús a toda la humanidad el
patrón de la redención? ¿No podría ser eso lo que queremos decir cuando lo
denominamos "el Salvador del mundo" (Jn 4,42)? En efecto, Jesús nos
está diciendo: «¡Así es cómo el mal se transforma en bien! ¡Voy a tomar lo peor para
transformarlo en lo mejor, de suerte que nunca más seáis victimizados ni
destruidos, ni os sintáis desvalidos! ¡Os voy a conceder la victoria sobre toda
clase de muertes!»
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