martes, 5 de junio de 2018

155.- EL MISTERIO DE LA CRUZ


155.- 
‘La posibilidad de que todas estas crucifixiones humanas conduzcan a una eventual resurrección y no sean tragedias sin salidas lo cambia todo. Que Dios participe de algún modo del sufrimiento humano, en vez de limitarse a tolerarlo y observarlo’, también lo cambia todo, al menos para aquellos que están dispuestos a mirar "contemplativamente".
A nosotros los cristianos se nos concede el privilegio de ‘poner nombre’ adecuado al misterio y conocerlo directa y conscientemente, pero en muchos sentidos no hemos sabido ejercer ese privilegio mucho mejor que la mayor parte del resto de las religiones y culturas. ‘Todas las almas sufrientes y humildes aprenden esto de Dios’, pero las Escrituras lo explicitaron y nos lo revelaron de forma pública y dramática en Jesús. Todo depende de si uno lo ha "mirado" o no durante tiempo suficiente y con profundidad suficiente. Llámalo "oración".
Nuestros patrones de violencia y alienación igualan en gran medida a los de los pueblos no cristianos y a menudo los sobrepasamos. De hecho, René Girard afirma que, debido a que el Evangelio nos ha privado de las justificaciones de la guerra y el odio, ‘en realidad somos culturalmente más inestables que otros’. Estamos atrapados en el irresoluble dilema de la aproximación y la evitación. Matamos tanto como otros, pero nos sentimos un tanto culpables por ello. Imagino que, a pesar de todo, se trata de un buen comienzo. Mas ese sentimiento de culpa no ha alejado a las naciones cristianas de sus propios y consecuentes patrones de violencia y de creación de chivos expiatorios.
Pero antes de dar el salto a Jesús, consideremos algunos personajes bíblicos anteriores, a fin de ver cómo se prepara y dispone el escenario para la "saga" de Jesús que ahora tenemos por normativa. José, el hijo de Jacob, es arrojado a un pozo por sus propios hermanos y luego rescatado (Gn 37,20-28). El profeta Jeremías es arrojado a una cisterna por los gobernantes del pueblo después de exhortar a la retirada y anunciar la derrota; de allí será rescatado por un eunuco (Jr 38,6-13). Jonás, por supuesto, es tragado por la ballena y luego vomitado en la orilla correcta (Jon 2,1-11). El pueblo entero es llevado al exilio de Babilonia, donde más tarde Ciro, rey de Persia, los liberará y les permitirá repatriarse (2 Cr 36,22-23). La esclavitud y el éxodo son las grandes lentes a través de las cuales los judíos leen la historia.
Añadimos a todo esto el relato de Job, el inocente que sufre sin perder la confianza en Dios y luego es restituido con creces a su antiguo bienestar (Job 42,9-17), y los cuatro "cánticos del Siervo sufriente" de Isaías 42-53, que encomian a aquel que sufre de modo vicario, redentor y vivificador para otros. La psique y las expectativas judías se forman poco a poco a través de estos relatos e imágenes. No hay duda de que Jesús los conocía y es evidente que, en sus conversaciones con los discípulos, él se veía a sí mismo como personificación de ese patrón.
Así, por ejemplo, en el Evangelio de Marcos asegura tres veces que tal es su destino, aunque siempre es malentendido o rotundamente rechazado por los propios apóstoles (Mc 8,31ss; 9,30ss; 10,32ss;), al igual que también nosotros rechazamos y tememos todo lenguaje de abajamiento.
Este patrón de lo bajo y la alto, de pérdida y renovación, de esclavitud y liberación, de exilio y regreso, de transformación a través de la oscuridad y el sufrimiento se perfila con bastante claridad ya en las Escrituras hebreas, sin que sea necesario esperar al Nuevo Testamento. Jesús quiere usar el símbolo de Jonás y afirma: "Es la única señal que se os va a conceder" (Lc 11,29). Diríase que la imagen de Jonás en el vientre de la ballena era la metáfora que el propio Jesús utilizaba para lo que con el tiempo llegaría a ser la doctrina de la cruz.
El término teológico para este clásico patrón de descenso y ascenso fue acuñado por san Agustín el "misterio pascual". ¡Ahora lo proclamamos públicamente en cada eucaristía como "misterio de la fe"!
¿Cómo sucede esto? ¿Cómo nos transforma la víctima? ¿Cómo nos "quita" nuestro pecado el Cordero de Dios (Jn 1,29), para usar la metáfora habitual? ¿Cómo logra Jesús "vencer a la muerte y la oscuridad", como a menudo decimos? ¿Es tan solo una transacción celestial por parte de Dios o se trata más bien de un ‘programa que este nos plantea’?
¿No reveló Jesús a toda la humanidad el patrón de la redención? ¿No podría ser eso lo que queremos decir cuando lo denominamos "el Salvador del mundo" (Jn 4,42)? En efecto, Jesús nos está diciendo: «¡Así es cómo el mal se transforma en bien! ¡Voy a tomar lo peor para transformarlo en lo mejor, de suerte que nunca más seáis victimizados ni destruidos, ni os sintáis desvalidos! ¡Os voy a conceder la victoria sobre toda clase de muertes!»

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