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"El
festín de Babette"
Me gustaría concluir este capítulo con un
texto no bíblico, porque a veces palabras ajenas a la revelación bíblica nos
ayudan a entender mejor la Escritura. Quiero referir en parte el maravilloso
relato corto de Isak Dinesen, "El festín de Babette", cuya filmación
ganó en 1987 el Óscar a la mejor película en lengua no inglesa. Escudándose en
el seudónimo Dinesen, esta mujer escribió también Memorias de África. Su verdadero nombre era Karen Blixen. (Hace
algunos años, por cierto, visité su encantadora casa en África).
Permíteme una pequeña introducción a
"El festín de Babette". La historia transcurre en un pequeño pueblo
de la costa occidental de Noruega, comarca inhóspita y escasamente poblada. Sus
habitantes son buena gente, pero viven en un lugar aislado y solitario.
Es un diminuto mundo de leyes, estrechez
de miras y rigor religioso, donde las protagonistas -las dos hijas de un
difunto pastos luterano, ancianas solteronas- llevan una vida bastante
espartana. Comen lo mismo todos los días: el mismo cuenco de sopa y el mismo
bacalao. Comparten diligentemente su comida con los desfavorecidos, continuando
así uno de los ministerios de su padre. De hecho, el deber exento de alegría podría
ser el tema principal de sus vidas.
La versión cinematográfica presenta una
suerte de ambiente poco atrayente, nublado y oscuro. El pueblo es anodino; la
comida, desabrida: todo está al servicio de un cierto sentido de la obligación.
Tal es, sin lugar a dudas, el estado de su conciencia. No son mala gente en
absoluto, pero seguramente viven una vida no demasiado deseable.
A este pueblo llega Babette, una cocinera
francesa que, según se sabrá, ha perdido a su familia en la guerra
revolucionaria habida en Francia. Ha escapado de su país para salvar la vida, y
un amigo la ha enviado a esas dos hermanas. Se ofrece a ser su cocinera a
cambio de techo y comida. Durante catorce años cocina diligentemente sopa de
pan de cerveza y bacalao, cumpliendo los deseos de las dos hermanas. Eso es lo
que les gusta: nunca han conocido nada distinto. ¡Recuerda la mentalidad de
"lunes, día de limpieza" a la que ya nos hemos referido en este
libro!
Un día, a Babette le toca la lotería:
¡diez mil francos! Tras un tira y afloja convence a las dos hermanas para que
le permitan preparar un refinado banquete francés con ocasión del centenario
del ya fallecido pastor. Primero le preguntan qué clase de platos servirá. Ella
les responde que quiere ofrecerles una cena francesa, con los manjares que
habitualmente se comen en Francia.
Las hermanas convocan a una importante
reunión a los restos del rebaño de su padre, a fin de decidir antes de nada si
quieren o no disfrutar de una comida francesa. Se discute mucho si pueden
permitir que haya alcohol, y las dos hermanas, para seguir la corriente a su
fiel Babette, consienten en ello. Pero deciden que tan solo fingirán que
disfrutan: "Será como si no lo probáramos", prometen.
Un general que está en el pueblo visitando
a su tía, miembro de la congragación, acude también al banquete. Es un hombre
de mundo. Fue herido y ha conocido el éxito y el fracaso. Él, que ha comido en
las mesas más refinadas, es capaz de valorar mejor que ninguno de los presentes
la calidad del agasajo que está degustando. Plato tras plato, Babette sirve un
banquete copioso, soberbio, suculento. Los ojos de los demás convidados no
hacen más que dilatarse; pero a medida que beben más y más vino, también ellos
se relajan. Al final, aprenden a disfrutar de este banquete, que nunca habían
imaginado que pudieran llegar a disfrutar. Era un mundo al que nadie jamás les
había invitado. (¿Verdad que ya entiendes por qué este relato encaja
aquí?)
Antes de citar por extenso el discurso que
el general pronuncia tras los postres, me gustaría describir a este personaje:
Dinesen, la autora, dice que en este punto de su vida había logrado ya todo
aquello por lo que había luchado. Era admirado y envidiado por todos. Pero "sólo
él sabía de un extraño hecho que desentonaba con su próspera existencia: que no
era plenamente feliz. Había algo que no encajaba. Palpaba con
cuidado su yo mental de arriba abajo al igual que uno se palpa el dedo para
determinar dónde se encuentra una invisible espina clavada en lo hondo".
Era una persona con principios, una buena
persona, leal al rey, fiel a su esposa y a sus amigos. Era un buen ejemplo para
todos los habitantes de pueblo. Pero "había momentos en los que le parecía
que el mundo no tenía que ver con la moral, sino con la mística".
Pienso que Dinesen está tratando de describir la religión sin gracia y, desde
luego, se suponía que los luteranos eran por antonomasia los defensores de la
gracia; pero incluso ellos podían olvidarla, porque la gracia nos excede
siempre.
Después del sexto plato, alrededor de la
mesa todos están empezando a perdonarse, por así decir, unos a otros; y es que,
en los años transcurridos desde la muerte del pastor, entre los miembros de la
congregación han surgido mezquinas rivalidades. Cuando se escancia el cuarto
vaso de vino, ya están empezando de hecho a disfrutar. Hasta ese momento, su
cristianismo ha sido un banquete ‘a regañadientes’, en el que, como cristianos,
le tenían más miedo al Cristo resucitado que incluso al Cristo crucificado.
Algo bastante común, me temo.
Entonces, el general se levanta y cita ese
bello versículo del salmo 85: "Misericordia y verdad se
encuentran" (Sal 85,10). Recuerda: se supone que la misericordia y
la verdad son contrarios. "Justicia y felicidad se besan". También la
justicia y la felicidad son consideradas antitéticas. Lo que tenemos en el
Salmo 85 son dos realidades completamente opuestas que superan su
incompatibilidad y se besan, se abrazan. El mundo deviene seguro merced a un
amor omnímodo. Solo el amor puede superar las paradojas y otras contradicciones
y llevarnos hacia la conciencia no dualista, que siempre es lo distintivo del
pensamiento místico, como vengo repitiendo una y otra vez en el presente libro.
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