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David
es el arquetipo de "persona completa" de las Escrituras hebreas; sin
embargo, incluso desde un punto de vista psicológico, su "santidad"
se debe por entero a la relación que mantiene con Dios. David es el guerrero
violento (cf. 2Sm 8-10); el adúltero que deja en cinta a una mujer casada,
Betsabé (cf. 2Sm 11,2ss); el egocéntrico que propicia que Urías caiga en
combate para proteger su propio nombre (cf. 2Sm 11,5). Algunos autores sugieren
que la relación de David con Jonatán pudo tener carácter homosexual (1Sm 18,1;
2Sm 1,26). A pesar de todo, Dios elige a David.
David es amado por Dios, quien de continuo
le tiende la mano: "Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo.
Aunque se tuerza... no le retiraré mi favor" (2Sm 23,5); y no es
casualidad que su linaje se convierta en la "casa de David" (cf. Lc
1,28.33), de la que nacerá Jesús (quien llegará a ser el "varón
completo" del cristianismo). David ha aprendido que la elección divina es
absolutamente libre y, según nuestros criterios, arbitraria, no teniendo nada
que ver con los méritos de la persona. Y si él escribió muchos de los salmos,
ahora se evidencia por qué siguen siendo cantos y oraciones de la verdadera fe
bíblica.
David, al igual que todos los que
recorremos el camino espiritual, termina percatándose de que toda dignidad que
él pueda tener es enteramente un don. Dios implanta en nosotros una pizca de
divinidad, el llamado Espíritu Santo (Rom 5,5; 8,9-10, 1Cor 3,16-17), y ‘no puede no amar’ lo que ve allí. Pablo
incluso llama "templo" a nuestro cuerpo (1Cor 6,19). ¡Dios ha creado
justo la suficiente igualdad entre Él y nosotros para posibilitar una
"alianza" de amor! Semejante pacto se denomina "la nueva alianza
en mi sangre"; en ella se comparte la misma sangre, lo cual implica unión
entre iguales (1Cor 11,25; Lc 22,14). Esto se ritualiza de forma casi
embarazosa en la eucaristía, y a ello se debe probablemente que las Iglesias
eucarísticas tengan mucho más fácil acceso al cristianismo místico o no
dualista.
El ser dignos de amor no es una conquista
moral por nuestra parte, sino un puro don debido a Dios. Para parafrasear al
Maestro Eckhart, "el amor con el que pensamos que estamos amando a Dios es, en
realidad, el amor con que Dios nos amó primero". Lo único que
hacemos nosotros es completar el circuito y permitir que corra el flujo (cf. Jn
15,16). Realmente, uno no puede llegar allí; lo único que cabe es estar allí.
Dios pone todo el amor.
Esta comprensión y esta experiencia
constituyen el núcleo de lo que llamamos "evangelio" y son lo que
hace de este una buena noticia. Únicamente se despliega por entero una vez que
hemos entendido el misterio de la Trinidad y cómo encajamos nosotros en ese
flujo. La salvación siempre es un don objetivo que nosotros tenemos que aceptar
y al que debemos acceder; pero, por desgracia, la hemos convertido en gran
medida en un logro subjetivo. No me cansaré de repetirlo: a ese misterio de
unión no se puede acceder con la "mente calculadora". La mente
dualista no tiene acceso a la unión, ni a la integridad, la eternidad o la
santidad. Sólo el Dios que hay en mí puede conocer a Dios, sólo el amor puede
reconocer al amor, sólo la unión puede disfrutar de la unión.
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