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De
esta suerte, a menudo el texto bíblico no actúa como un documento transformador
ni pone en marcha una "nueva creación", porque lo arrastramos al
interior de nuestros propios sistemas de seguridad y de lo que llamamos
"sentido común". Así las cosas, no es posible ningún gran avance
divino. Francamente, buena parte de la Escritura ha devenido, pues, en gran
medida inocua y poco memorable.
Según parece, la comprensión del perdón se
ha transformado con el tiempo y la cultura. Una historia del perdón que leí
hace tiempo señalaba que, después de Constantino, el emperador romano que en
313 convirtió al cristianismo en religión oficial del imperio, dos conceptos
comenzaron a cambiar a un ritmo en extremo acelerado. Con el Edicto de Milán
promulgado por el citado Constantino en 313, tanto la gracia como el perdón
pasaron a estar esencialmente politizados y controlados por fórmulas técnicas: “Devinieron conceptos jurídicos en vez de
experiencias espirituales”.
Esto resultaba bastante obvio en el
catolicismo en el que yo crecí en la década de 1950 en Kansas: penitencias y
métodos prescritos de antemano que hacían válida y lícita la absolución
sacramental, períodos precisos de castigo en el purgatorio para expirar pecados
concretos y lograr indulgencias, la cuantificación de misas, errores litúrgicos
que hacían inválida o ilícita la misa, diversas fórmulas para
"merecer" el cielo (nueve repeticiones de cualquier cosa resultaban
especialmente milagrosas) e incluso la "compra" de la salvación de
bebés paganos. La gestión del pecado se convirtió en la principal tarea de los
sacerdotes y adquirió un protagonismo mucho mayor que la maravillosa obra de
transformación y realización interior que observamos en el ministerio de Jesús.
En vez de ser un sistema transformador que
nos despierta desde nuestro interior, la Iglesia había degenerado en gran
medida en un "sistema de dignidad y mérito" gestionado desde el
exterior. ¡Como monaguillos en Kansas, mis amigos y yo teníamos que preparar
los negros paramentos para la "misa de réquiem" más de la mitad de
las veces que había celebración eucarística! Nuestra iglesia se había
convertido en una compañía funeraria, obviamente mucho más preocupada por
salvar a los muertos que por sanar a los vivos; y ello, a pesar de las dos
advertencias explícitas de Jesús contra este mismo fenómeno (cf. Mc 12,27; Lc
9,60). ¡La nueva generación de sacerdotes parece no saber nada de tales
herejías e incluso anhela regresar a ese cristianismo antibíblico!
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