miércoles, 6 de junio de 2018

137.- UN BANQUETE A REGAÑADIENTES


137.- 
De esta suerte, a menudo el texto bíblico no actúa como un documento transformador ni pone en marcha una "nueva creación", porque lo arrastramos al interior de nuestros propios sistemas de seguridad y de lo que llamamos "sentido común". Así las cosas, no es posible ningún gran avance divino. Francamente, buena parte de la Escritura ha devenido, pues, en gran medida inocua y poco memorable.
Según parece, la comprensión del perdón se ha transformado con el tiempo y la cultura. Una historia del perdón que leí hace tiempo señalaba que, después de Constantino, el emperador romano que en 313 convirtió al cristianismo en religión oficial del imperio, dos conceptos comenzaron a cambiar a un ritmo en extremo acelerado. Con el Edicto de Milán promulgado por el citado Constantino en 313, tanto la gracia como el perdón pasaron a estar esencialmente politizados y controlados por fórmulas técnicas: “Devinieron conceptos jurídicos en vez de experiencias espirituales”.
Esto resultaba bastante obvio en el catolicismo en el que yo crecí en la década de 1950 en Kansas: penitencias y métodos prescritos de antemano que hacían válida y lícita la absolución sacramental, períodos precisos de castigo en el purgatorio para expirar pecados concretos y lograr indulgencias, la cuantificación de misas, errores litúrgicos que hacían inválida o ilícita la misa, diversas fórmulas para "merecer" el cielo (nueve repeticiones de cualquier cosa resultaban especialmente milagrosas) e incluso la "compra" de la salvación de bebés paganos. La gestión del pecado se convirtió en la principal tarea de los sacerdotes y adquirió un protagonismo mucho mayor que la maravillosa obra de transformación y realización interior que observamos en el ministerio de Jesús.
En vez de ser un sistema transformador que nos despierta desde nuestro interior, la Iglesia había degenerado en gran medida en un "sistema de dignidad y mérito" gestionado desde el exterior. ¡Como monaguillos en Kansas, mis amigos y yo teníamos que preparar los negros paramentos para la "misa de réquiem" más de la mitad de las veces que había celebración eucarística! Nuestra iglesia se había convertido en una compañía funeraria, obviamente mucho más preocupada por salvar a los muertos que por sanar a los vivos; y ello, a pesar de las dos advertencias explícitas de Jesús contra este mismo fenómeno (cf. Mc 12,27; Lc 9,60). ¡La nueva generación de sacerdotes parece no saber nada de tales herejías e incluso anhela regresar a ese cristianismo antibíblico!

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