miércoles, 6 de junio de 2018

115.- LA MENTIRA DEL MAL





115.- 
He conocido muchas personas santas a lo largo y ancho del mundo, pero también me he tropezado con gente que no tendría más remedio que calificar de mala. Si tratara de describir a las personas malas -y los acontecimientos malos- que he conocido, diría que se caracterizan invariablemente por aparentar certeza y claridad de ideas. Nunca dudan de sí mismas ni se someten a autocrítica, y esbozan una sonrisa de suficiencia ante quienes osan cuestionarlas. No arrojan sombra alguna a su alrededor, lo que es siempre un signo de que su mal ha sido proyectado a otra parte. Con frecuencia son abiertamente religiosas. Recuerda: el nombre "Satán" significa "acusador". Ten cuidado cuando te veas a ti mismo acusando o, como dice Jesús, "arrojando piedras" (Jn 8,8). Es el disfraz satánico, una maravillosa táctica para desviar la atención.
Al igual que todo pensamiento adictivo, el mecanismo del chivo expiatorio se revela como un pensamiento de "todo o nada", totalmente disyuntivo, sin capacidad para aceptar la paradoja y con poca tolerancia de la ambigüedad. A quienes lo practican yo los llamaría "escindidos"; Jesús los denomina "actores" al menos once veces en Mt 23,13-29, aunque la traducción habitual es "hipócritas". En las lenguas modernas, este término se utiliza para designar a personas maliciosas, pero probablemente significa más a menudo personas "engañadas".
"No saben lo que hacen", dice Jesús de quienes le dan muerte (Lc 23,34), y eso lo piensa de ellos, a buen seguro, más como actores que como pecadores. En su mayoría son inconscientes -gente que vive guiándose por la conciencia dominante- más que directamente maliciosos. En mi opinión, la mayor parte del mal lo cometen personas inconscientes. ¡Si estuviéramos atentos y despiertos, descubriríamos el juego del mal y nunca nos prestaríamos a él!
¿Sabes que uno, cuando vive en la fe, nunca está cien por cien seguro de estar en lo cierto? ¡Por eso justamente se llama "fe"! En los momentos cruciales de toma de decisiones en la vida, el creyente confía siempre en la guía y la misericordia de Dios, no en su propio e indefectible entendimiento. Siempre estamos "cayendo en manos del Dios vivo", como dice la Carta a los Hebreos (Hb 10,31), y dejando que baste con el saber de Dios, que sean sus brazos los que nos salven.
En uno u otro plano, las personas de fe devienen invariablemente inseguras de su forma de comprender las cosas y le preguntan a Dios: "¿Es esto lo que debo hacer?", o como María: "¿Cómo sucederá eso?" (Lc 1,34). Como ya hemos dicho en el capítulo anterior, la actitud creyente es humilde por lo que respecta a su capacidad de conocer la realidad en todos sus aspectos. Así pues, aquí tenemos la clave: ‘el mal está siempre seguro de sí mismo; y la bondad, no’. Creo que esto es verdad.
La bondad, sin embargo, se presenta sin falta acompañada por la paz y la paciencia, incluso por la "consolación", como san Ignacio enseñó a sus jesuitas. Ello es compensación más que suficiente para soportar una cierta dosis de duda y ambigüedad.

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