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los periódicos del día y comprobarás que el patrón no ha cambiado. Por alguna
razón, odiar, temer o hacer de menos a alguien es lo que más nos une. La
producción de víctimas necesarias nos es consustancial. René Girard denomina "mecanismo
del chivo expiatorio" al patrón principal al que desde el comienzo
responde la creación y el mantenimiento de culturas en el mundo entero.
Sin necesidad de ser demasiado
inteligentes, se advierte que la secuencia viene a ser algo parecido a esto: comparamos,
copiamos, competimos, chocamos, conspiramos, condenamos y crucificamos.
Si no reconoces en ti mismo alguna variación de este esquema y lo sofocas en
los estadios iniciales, será casi inevitable que se realice en su totalidad. De
ahí que los maestros espirituales, con independencia de su profundidad, exhorten
siempre a la simplicidad de vida y a la libertad respecto del juego
competitivo. Es probablemente el único camino para escapar del ciclo de la
violencia.
A las personas religiosas nos resulta duro
oírlo, pero la violencia más persistente en la historia de la humanidad ha sido
la violencia sagrada o, dicho con mayor precisión, la "violencia sacralizada".
Los seres humanos hemos encontrado un modo sumamente eficaz de legitimar
nuestra tendencia instintiva al miedo y al odio: imaginar que sentimos miedo u
odiamos por algo sagrado y noble, como Dios, la religión, la verdad, la moral,
los hijos o el amor a la patria. Eso difumina toda culpa, y uno puede
entenderse a sí mismo, por consiguiente, como representante de altas cotas
morales o como persona responsable y prudente. Las bondadosas ‘soccer moms’ estadounidenses, (mamás de
clase media alta) junto con otros muchos estadounidenses "normales",
alentaron aparentemente la embestida contra el terrorismo después de los
atentados del 11 de septiembre de 2001. A la mayoría de las personas nunca se
les ocurre que también ellas pueden convertirse justo en aquello que temen y
odian. Es un secreto bien guardado. Sin sabiduría, todo parece algo maravilloso
y de altura moral, al estilo de: "Lo hago por proteger a mis hijos".
El mecanismo del chivo expiatorio o
la violencia sacralizada es el mejor disfraz posible para el mal.
Nos permite concentrarnos en el mal que campa "por ahí" y hacer la
vista gorda ante el que hay en nosotros mismos. El mal nunca es fácil de reconocer
como tal por quienes incurren en él; o como tan sabiamente formula Pablo, "el
mismo Satanás se disfraza de ángel de la luz" (2Cor 11,14). Todos
elegimos "bienes aparentes" dentro de nuestro propio y no reconocido
marco de referencia. ‘Tu’ violencia es
siempre inconveniente y mala; la ‘mía’,
en cambio, siempre necesaria y buena.
Repara también en que, cuando ocurre algún
asesinato o cualquier otra atrocidad, a veces la gente dice: "Oh, parecía
tan normal", o: "Trataba muy bien a los animales". Afirmaciones
como éstas muestran nuestra incapacidad para reconocer el verdadero carácter
del mal. El Holocausto tuvo lugar en una cultura que llevaba siglos
considerándose cristiana. Verdaderamente no destacamos en el discernimiento
del bien verdadero y el mal real, una habilidad que Pablo enumera entre
los dones necesarios del Espíritu Santo a la Iglesia (1Cor 12,10).
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