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Lo mejor y más
importante está al comienzo
Quiero presentarte ahora lo que, a mi
juicio, constituye la preocupación decisiva sobre el saber y el hablar
presuntuosos. A todos nos resulta familiar el segundo mandamiento: "No
pronunciarás el nombre de Dios en vano" (Ex 20,7), tal y como
solía traducirse, aunque rara vez era entendido. La mayoría de los cristianos
parecen haber pensado que se trataba de un mandamiento que prohibí maldecir,
cuando el verdadero sentido de pronunciar el nombre de Dios "en vano"
estriba en utilizar el nombre de Dios de manera casual o trivial, vacía, sin
entender nada y, por ende, con una falsa presunción de comprensión, esto es,
¡como si supiéramos de qué estamos hablando!
De este mandamiento algunos judíos
enseguida extrajeron correctamente la conclusión de que, para evitar ser
"vanos e irreverentes", lo mejor es no decir nunca el nombre de Dios.
¡El sagrado tetragrámaton, ‘YHWH’, no debía siquiera ser pronunciado con los
labios! Únicamente se escribían las cuatro consonantes: las personas cultas
sabían que vocales debían añadirse, algo que, por supuesto, requería aliento y
espíritu. El aliento y el espíritu, sin embargo, son dados exclusivamente por
Dios y, por consiguiente, no deberíamos atrevernos a completar el sagrado
nombre con nuestro propio aliento. Solo Dios puede pronunciar el nombre de
Dios: "SOY EL QUE SOY" (Ex 3,14). Si lo piensas con
detenimiento, este nombre es a la vez discreta ocultación y plena
accesibilidad.
Por tanto, todo uso insustancial del
nombre de Dios es, de algún modo, "vano" e irreverente. Pronunciar el
nombre de Dios supone siempre trivializarlo de algún modo. ¡Qué gran humildad
religiosa se le enseñó al pueblo judío en sus comienzos mismos! Pero, por
desgracia, esa misma humildad no se hizo extensiva a toda nuestra comprensión
de las cosas espirituales y de los límites del lenguaje en general. ¡Habríamos
hecho bien en extender esta superlativa precaución a la totalidad de nuestro
discurso sobre Dios, pero pensamos que solo tenía que ver con el uso de
palabras gruesas!
Así pues, permíteme terminar este capítulo
con un primer y último movimiento más allá de las palabras, del pensamiento y
el análisis, hacia un lugar donde la mente dualista no tenga poder, pero donde
Dios pueda rellenar las lagunas. Algunos eruditos judíos afirman que las
consonantes que componen el tetragrámaton son de las pocas que no permiten a
quien las pronuncia cerrar la boca alrededor de ellas, ni siquiera usar de
manera significativa los labios o la lengua; de hecho, «se trata muy probablemente de una brillante tentativa de reproducir la
respiración humana: ¡YH para la inspiración, WH para la expiración!» (¡Haz
una pausa y toma literalmente aliento después de esto!).
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