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Mi
firme convicción es, sin embargo, que no conseguiremos aclarar la confusión
actual pretendiendo disponer de respuestas ciertas y absolutas, toda vez que la
Biblia tampoco nos prometió muchas de ellas. Me apetece citar aquí al siempre
popular Dr. Phil, médico y presentador de un programa sobre salud en la
televisión estadounidense, quien a los adictos que incurren una y otra vez en
el mismo hábito autodestructivo les pregunta. "¿Y qué resultado te ha dado
eso?".
Europa era el continente que pensábamos
que ya teníamos en nuestro bolsillo cristiano. ¡Mira sus iglesias, hoy vacías!
La confusión humana no podemos disiparla pretendiendo falsamente asentar todo
el polvo, sino enseñando a la gente “un humilde y honesto proceso de aprendizaje
y escucha por sí misma” (la oración, de la que enseguida hablaré).
Entonces, las personas accederán a la sabiduría de una manera sosegada y
compasiva. Y no se dará la airada y excesiva reacción contra la autoridad y la
sabiduría que conocemos hoy, la cual a menudo nace de intento de imponer
conclusiones sin enseñar también a las personas un proceso para alcanzar por sí
mismas esas conclusiones. La autoridad exterior debe fundamentarse en la
autoridad interior.
Recuerda que, como afirma san Pablo
sirviéndose de una cita, "la palabra está a tu alcance, en tu
boca y en tu corazón" (Rom 10,8; cf. Dt 30,14); y el apóstol
antepone a esa frase del Deuteronomio un desafío que yo repetiría en la
actualidad: "¡No digas para tus adentros que tienes que hacer bajar a
Cristo!" (Rom 10,6). El misterio de la encarnación es precisamente
el reposicionamiento de Dios aquí abajo de una vez para siempre. Una religión
que de continuo procede de arriba abajo solo crea un cristianismo muy pasivo,
tan pasivo-dependiente como pasivo-agresivo.
Dios franqueó ese abismo plantando una
fuente integral en medio de nosotros: "Lo que yo te mando no es cosa que
exceda tus fuerzas ni que te resulte inalcanzable; no está en el cielo, no vale
decir: ¿quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá?... No, la palabra
está a tu alcance, en tu boca y en tu corazón. Cúmplela". (Dt
30,11-14). La tradición judío-cristiana no era considerada una realidad marcada
por un movimiento descendente, “sino un encuentro integral entre un
cognoscente interior, accesible por medio de la oración, y el cognoscente
exterior, al que podríamos llamar Escritura o tradición”. Gran parte de
nuestras polémicas a causa de -y sobre- la Escritura y la tradición se deben a
que no hemos enseñado un proceso paralelo e igualmente serio de oración.
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