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La “Divina
Comedia” de Dante se divide en tres partes; el poeta italiano escribió el
"Infierno" y el "Purgatorio" de joven, pero esperó hasta el
final de su vida para componer el "Paraíso". Aun hoy es el menos
leído de los tres libros, porque resulta difícil hablar sobre la unión, sobre
Dios y sobre la eternidad con diáfana credibilidad o con relatos de testigos
oculares. Uno tiene siempre la impresión de que el autor está esforzándose por
encontrar las palabras adecuadas, y el lector sabe que se trata de una mera
aproximación. Suele sonar a poesía etérea.
Lo mejor que pueden hacer los autores
espirituales es imitar de algún modo las palabras de los serafines a Isaías.
"¡Santo, santo, santo!" (Is 6,3). Quizá hoy diríamos:
"¡Impresionante, impresionante, impresionante!" A la vista de tal
inefabilidad, la primitiva Iglesia se limitaba a balbucir en lenguas (1Cor 14),
pero, por alguna razón, aquello cayó en desuso o fue erradicado, y tuvo que ser
redescubierto de cuando en cuando -incluso en mi propia ciudad natal, Topeka,
Kansas, en 1900, cuando se fundó el moderno movimiento pentecostal.
Esa es la razón por la que predicadores y
maestros experimentan tantas dificultades, y seguramente también la razón por
la que recurrimos a nuestro propio "lenguaje infernal" de recompensa
y castigo, un lenguaje claro en su dualismo. Se convierte en un sucedáneo de -y
una cortina de humo que oculta- la verdadera meta de la religión, que es
siempre la unión con Dios. Fuego y azufre, lenguaje moralista, al menos es
percibido como algo a lo que uno puede agarrarse, como algo que coloca cada
cosa en el lugar que le corresponde. Suscita en nosotros una sensación de
claridad y certeza sobre quién es quién, sobre quién está donde y por qué. Y
eso nos gusta.
En cambio, lo mejor que podemos hacer en
relación con el cielo es hablar de arpas, nubes, túnicas blancas y hojas de
palma (cf. Ap 5,8 y 7,9), lo que resulta siempre un tanto decepcionante, al
menos para mí. Pero eso se debe, digámoslo una vez más, a que de lo mejor y más
importante no es posible hablar. Tan solo puede ser experimentado; y si luego
uno trata de decir algo al respecto, enseguida se percatará de que ha visto
"a través de un cristal oscuramente" (1Cor 13,12). Ni los mejores
intentos de uno dejarán de ser mero balbuceo y tartamudeo en busca de palabras
suficientemente apropiadas.
Ahora bien, las cosas que siguen a éstas
en importancia y que, según Zimmer, "siempre se malentienden" son
aquellas que se limitan a señalar a lo mejor y más importante. Me refiero a
disciplinas como la filosofía, la teología, la psicología, el arte y la poesía,
todas las cuales, al igual que la Sagrada Escritura, son con facilidad objeto
de malentendidos.
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