jueves, 7 de junio de 2018

30.- ACERTAR EN EL QUIÉN


30.- 
El jardín del conocimiento
El relato del pecado original de la humanidad se narra en Gn 2. Pero este pecado, que así es como se ha llamado, no parece en realidad un pecado; de hecho, ¡querer saber más se nos antoja una virtud! ¿No te ha incomodado nunca eso en el texto? "Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocer el bien y el mal no comas" (Gn 2,17). ¿Por qué va a ser eso pecado? ¡Diríase que es algo bueno!
En el seminario lo llamábamos teología moral. Comíamos a dos carillos del árbol del conocimiento del bien y del mal. Intentando decidir quién era bueno y quién malo. En otros niveles, ello refinó e incluso creó, por desgracia, la proclividad a erigirse en juez contra la que Jesús tan encarecidamente nos advierte (cf. Mt 7,1-2).
Pero si nos dejamos guiar por nuestros juicios, el amor rara vez aflorará. Cuando la mente que necesita hacer juicios morales sobre cualquier cosa ejerce de ama en vez de sierva, la religión se corrompe casi siempre.
Algunos pensarán que tal es el sentido del cristianismo: ser capaz de decidir quién va al cielo y quién no. Esto tiene mucho más de búsqueda de control que de búsqueda de verdad, de amor o de Dios. Tiene que ver con el ego, que necesita clasificar todo para procurarse a sí mismo la sensación de: "Lo sé", "Controlo la información". (El libro “El Precio de la Certeza”, de Jeremy Yuong, profundiza en esta cuestión con provechoso detalle.)
Imagino que Dios sabía que la religión tomaría esa dirección (No lo olvidemos: cuatro evangelios, según...). Así que dijo: "No lo hagáis, no comáis del árbol del conocimiento del bien y del mal". Él intenta mantener alejada de nosotros el ansia de certeza, la indebida necesidad de explicación, de soluciones, de respuestas. Francamente, semejante afán imposibilita la fe bíblica.
La mayor herejía de las Iglesias occidentales estriba en que han invertido en gran medida el significado mismo de la fe, que es no saber y no tener necesidad de saber, convirtiéndola en “exigencia de saber y en aseveración de que uno sabe con certeza”. El pecado original, certeramente descrito, nos advierte al comienzo mismo contra esta tentación.
Parece que Dios pide a la humanidad que viva en el seno de una infinita humildad. Dentro de ese patrón sustentador, somos capaces de soportar la ambigüedad, las inconsistencias y la fragmentariedad de todas las cosas en vez de empeñarnos en dividir la realidad entre buenos y malos. Ese es nuestro más profundo acto de solidaridad con la humanidad.
Todos sabemos que, si se nos permite nombrar con certeza a los malos, la persecución y la violencia vienen a renglón seguido; y si suponemos con demasiada facilidad que nosotros nos contamos entre los buenos, entonces vivimos inmersos en gran medida en una ilusión vana y un montón de prejuicios. Como hombre dedicado a la vida religiosa me puedo permitir afirmar lo siguiente: la religión ha servido como justificación de buena parte de la violencia vivida en la historia humana. Así pues, Dios tenía que poner coto a la violencia desde la misma línea de salida.
En la década de 1970 salí del seminario pensando que mi trabajo consistía en tener respuesta para cualquier pregunta. Esa fue probablemente la razón por la que empecé a grabar cintas y, con el tiempo, a escribir libros. Lo que he aprendido es que el no saber y a menudo ni siquiera necesitar saber es un modo más profundo de saber, así como una forma más profunda de compasión. Quizá se deba a ello que Jesús alabe la fe incluso más que el amor, quizá se deba a ello que san Juan de la Cruz llame a la fe "luminosa oscuridad".
Esa es la razón por la que todas las grandes tradiciones enseñan alguna forma de contemplación: dentro de la nube del "no saber" aflora, de hecho, una forma diferente de conocimiento. Es la negativa a comer del árbol del bien y del mal, el encontrar libertad, gracia y consuelo en la no necesidad de saber lo que, irónicamente, nos abre a una conciencia mucho más profunda, que bien podríamos llamar la "mente de Dios". Eso ocurre porque nuestra pequeña mente y nuestro yo menor han sido por fin dejados a un lado.
Quizá haya quedado ya claro por qué la falsa certeza moral es presentada al comienzo mismo de la Biblia como el pecado original. Ello despeja el camino para la fe, la esperanza y la caridad, para las tres a la vez (cf.1Cor 13,13).


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