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El
poder de dominación, o lo que habitualmente
conocemos como poder político, es la capacidad de influir en los acontecimientos
o en otras personas por medio de la coerción, el castigo, la amenaza, el
dinero, el poder de mi cargo o cualquier otra fuerza exterior. Creer que una
persona puede cambiar de verdad a otra persona es una ilusión; todo lo que
podemos hacer es influir exteriormente en el comportamiento o imponer una
determinada conducta. (A veces, por supuesto, eso puede ser bueno y necesario,
por ejemplo, con los niños y los criminales).
El problema con el poder político o de
dominación estriba en que, aun cuando uno lo alcance a través de un proceso
bueno, invariablemente tiene que ser conservado con ayuda de un control
continuo. Y ello a menudo induce a cometer múltiples pecados (que, por alguna
razón, han dejado de designarse con ese nombre). Para las personas con poder es
muy difícil no obsesionarse con la administración de los hechos y los fracasos
con vistas a mantener su poder. Nadie cuestionará que el poder de dominación es
probablemente mucho más eficaz. En apariencia resulta incluso más efectivo:
consigue que las cosas se hagan con celeridad. Pero también acarrea mucho
equipaje negativo, a menudo en detrimento de la generación siguiente, algo que
la generación presente, en su apresuramiento a la hora de establecer juicios,
es incapaz de ver.
Los seres humanos no tenemos la paciencia
de Dios. Queremos que las cosas sean hechas mañana, hoy o incluso ayer, a fin
de alcanzar nuestras metas inmediatas. El poder espiritual, en cambio, es la
capacidad de influir en los acontecimientos y en otras personas a través del
propio “ser”. Las personas
evolucionadas transforman interiormente a otros siendo “quienes son” y compartiendo su sabiduría, no a través de la mera
presión exterior. “Es” un proceso más
lento, pero mucho más duradero.
En general, cuanto más confía uno en la
amenaza exterior, tanto menos en contacto entra con su propio poder interior.
Estas dos realidades tienden a cancelarse mutuamente. Y a la inversa, cuanto
más en contacto está uno con su poder interior, tanto menos necesita fuerza,
amenaza o presión exterior alguna.
Yo describiría la espiritualidad como la
preocupación por el propio “ser”, por
las propias motivaciones y actitudes interiores, por la verdadera fuente
interior de uno, en contraposición a toda preocupación primordial por el "hacer". “Si el ser es adecuado, el hacer
llegará por sí mismo”. Es nuestra preocupación por las formas y éxitos
exteriores la que nos hace superficiales, sentenciosos, escindidos y a menudo
completamente errados sin que seamos conscientes de ello.
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