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Heridas sagradas.
Todos los niveles inferiores adquieren un significado trascendente si logramos
relacionarlos con la "historia". Incluso nuestras heridas se
convierten en sagradas al contemplarlas dentro de la Gran Imagen. Los
cristianos aprendemos a identificar nuestras heridas con las de Jesús y con los
sufrimientos del cuerpo universal de Cristo (Flp 3,11-12; Col 1,24-25).
Uno de los temas osados que se desarrollan
en la tradición judío-cristiana y que alcanza su plenitud en la crucifixión de
Jesús es el reconocimiento de la importancia cósmica y personal del dolor y el
sufrimiento humano. Lo vemos sobre todo en los cuatro "cánticos del
Siervo" de Isaías (Is 42-53), en el relato de Jonás y en libro de Job.
Jesús cita a Isaías con mayor frecuencia
que a cualquier otro profeta; elabora lo que ya en su tiempo admitía la
tradición judía. Por ejemplo, cabe afirmar que el relato de Job constituye la
cima y la síntesis de la respuesta creyente del AT al sufrimiento. También
podría decirse que la "historia" de Jesús es análoga a la de
Jeremías, el profeta que alza la voz, pero no encuentra reconocimiento alguno.
Jesús es Job, solo que ¡crucificado!
“El dolor nos enseña algo del todo
contrario a la intuición común: que debemos bajar antes de saber qué significa
subir”. Por lo que respecta al ego, casi todas
las religiones enseñan de un modo u otro que todo "debe morir antes de
morir". Parece que el sufrimiento, sea de la clase que sea, es lo
único suficientemente fuerte para desestabilizar nuestra arrogancia e
ignorancia. Yo definiría el “sufrimiento” de forma muy sencilla
como "toda
situación en la que uno ha dejado de tener el control".
Si la religión no es capaz de encontrar un
sentido para el sufrimiento humano, la humanidad se enfrenta a un grave
problema. Todas las religiones saludables nos muestran cómo afrontar el
absurdo, la tragedia, el sentido y la injusticia. “Si no transformamos nuestro
dolor, sin lugar a dudas lo transmitiremos”.
Si no hallamos el modo de transfigurar
nuestras heridas en heridas sagradas, nos convertiremos inexorablemente en
personas negativas o amargadas. De hecho, personas amargadas las hay en todas
partes, dentro y fuera de la Iglesia. A medida que transcurre su vida, tales
personas acumulan heridas, decepciones, traiciones y abandonos, así como la
carga de su propia pecaminosidad y desgarradura, hasta el punto de que ya no
saben qué hacer con todo ello.
Si no existe ninguna forma de hallar un
sentido más profundo a nuestro sufrimiento, de descubrir que “Dios está de algún modo presente en él”
y puede incluso usarlo para bien, por regla general nos cerraremos a cal y
canto. El movimiento natural del ego es protegerse para no ser herido de nuevo.
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